23 de diciembre de 2009

Reflexiones sobre el tiempo y saludos nevideños

En estas fechas, uno se obsesiona con encasillar los días y definir ciclos. Esas marcas del tiempo generan emociones diversas, que van desde la ansiedad a un sentimiento de plenitud... cada quien sabe de qué lado cae la moneda.

Escribiendo La canción de Maguerra (era un momento especial de mi vida, aunque no vale la pena entrar en detalles), descubrí algunas cosas sobre el tiempo. Me ayudó el hecho de que, en la novela, apareciera un púlsar como elemento dominante. La canción de la que habla del título deriva de las señales de ese púlsar, y fueron tan fuertes en la ficción que catárticamente me ayudaron a superar en parte algunas crisis que tuve en la vida real.

Por eso, para estas Fiestas, quiero regalarles algunas frases que me resultaron especialmente reveladoras (pero no en el momento en que las escribí, sino meses después, al entenderlas cabalmente... así que no intenten atribuirme rasgos de sabiduría porque no los hay).

Y entonces volvía a cantar la letanía cronométrica:

Maguerra-uh.
Maguerra-uh.
Maguerra-uh.

(...)

Cuando no contaba, pensaba en los nombres. Su padre había vuelto. César Milstein, oficinista de un pueblo chico, pasaba algunas tardes con él, hablando del único tema posible: el tiempo.
—El tiempo transcurre, Lucio. Indefectiblemente. Y al transcurrir sobre tu rostro, sobre las manos de los tequis del pabellón dos, o los hombros de los peones del pabellón cinco, en el clima, en el ánimo de los porteros, deja una marca que nadie puede borrar. Es irreversible. Y eso le da sentido al motor de la historia y del universo.
—¿Adónde querés llegar?
—A veces, tratamos de bebernos todas las horas de una vez porque sentimos que no pertenecemos al espacio y al tiempo en que estamos. Queremos que el tiempo pase, para que sea él quien nos empuje a otro lugar, a otra circunstancia. Pero no nos damos cuenta de que el tiempo pasa sobre nosotros. Nos gasta, nos aplasta. —La voz de César Milstein fue cambiando de dirección: el hombre caminaba de una esquina a otra de la celda—. Primero te provoca ansiedad la oficina, porque no es tu lugar, nadie quiere que una oficina de mierda sea su lugar, o que las horas del trabajo sean su tiempo. Pero la ansiedad es adictiva: después sentís que tampoco pertenecés a tu propia casa, o que el tiempo que pasás con tus amigos es tiempo perdido. Nunca termina… —Milstein suspiró—. El tiempo no se deja manipular, ni puede cambiar mágicamente nuestra eterna insatisfacción de Gata Flora. Intentar controlar el tiempo es una soberana estupidez.
—Eso lo decís vos, que tenés reloj.
—¿Sabés cuál es la mejor forma de pasar el tiempo en la oficina?
—No.
—Trabajar en lo tuyo, compartir una charla con tus compañeros, imaginar qué harás cuando salgas, almorzar, ir al baño las veces que haga falta, atender los llamados telefónicos, solucionar problemas… Y nunca, nunca, nunca mirar el reloj. Si pensás en el tiempo, la oficina se vuelve una prisión.
—Pero ésta es una prisión.
—Razón de más para seguir mi consejo.
—¿Y el ritmo?
—El ritmo es otra cosa. El ritmo no deja marcas, no es irreversible. El ritmo es otra cosa…


(...)

La memoria y el tiempo seguían siendo temas de preocupación para Lucio, pero el ritmo de la canción de Maguerra actuaba como sedante. A veces, Lucio entraba en una especie de trance y veía cosas. Soñaba mientras estaba sentado en la oscuridad del agujero. Soñaba mientras se alimentaba, mientras defecaba. Oía esa canción mientras dormía y cuando estaba en vela.
Veía el faro con prístina claridad. No un edificio de ladrillos o piedra, sino una secuencia ondulatoria de luces y sombras. Profunda, palpitante, idéntica a sí misma.


(...)

Según los cálculos de Lucio, hacía más de diez minutos que el loco estaba perdido en aquella peculiar ceremonia. Quiso gritarle que era inútil insistir, que la cuenta del tiempo era como una prisión. Quiso decirle que los hitos del paso del tiempo se marcaban en la piel de su rostro, sobre las manos de los tequis del pabellón dos, en los hombros de los peones del pabellón cinco, en el clima, en el ánimo de los porteros, en la memoria, en los huesos descarnados. Había que ser un johnson para resistir con éxito la cuenta del ábaco corporal. Quiso advertirle que aquel intento de controlar el tiempo despertaría fantasmas, temores, ansiedades. Lo lastimaría.
El ritmo, en cambio, era otra cosa. Era un susurro profundo, palpitante, idéntico a sí mismo y por lo tanto no podía herirlo. Era la conciencia de cada momento, con prescindencia del pasado y del futuro. Porque, al igual que los huéspedes, el ritmo no tenía memoria ni esperanza. Por eso tenía que abandonar aquella pretensión absurda de controlar el tiempo: no podía. César Milstein, su padre, sabía de qué hablaba cuando trató de advertirle allá, en el agujero. Lucio quería contarle todo esto al loco, pero en cuanto decidió hacerlo el loco dejó de cantar...


Tal vez sea como dice el ínclito Don Isaac Stanislaw Casares:

En las profundidades del espacio, el Tiempo se encoge, se estira, se despereza, pero gusta de viajar en primera clase sobre las espaldas de los pobres seres humanos.

¡Felices Fiestas!

10 de diciembre de 2009

Interludio 6: Apuntes sobre la investigación

Estos son algunos apuntes en relación con el proceso de investigación, que presenté en el Tercer Encuentro sobre experiencias y escritura en la Cultura del Consumo, celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Más precisamente en una mesa redonda de la que participaron editores y escritores, coordinada por Laura Ponce y el profesor Armando Capalbo. La idea está presentada escuetamente pero, por lo que me manifestaron algunos asistentes, coincide con sus propias experiencias.


Néstor Darío Figueiras, Teresa Mira, Laura Ponce, Luis Pestarini,
Hernán Domínguez Nimo y Alejandro Alonso.

No todos los escritores trabajan de la misma manera, ni todos los escritores (incluyéndome) pueden decir a ciencia cierta de qué manera procesan la información, o cómo surgen las ideas para sus relatos cuentos. Hay factores azarosos en el proceso, intuiciones, asociaciones de las que uno se da cuenta sólo a posteriori. En mi caso pasa lo mismo con la cuestión de la investigación y la documentación.

En un intento por sistematizar ese proceso, encontré tres momentos en los cuales el escritor acude a documentación. Son tres etapas distintas.

En la primera de estas etapas no podemos hablar de investigación. Es frecuente que quien escribe ciencia-ficción o ficción histórica también disfrute de la lectura de artículos científicos, noticias, ensayos históricos y textos por el estilo. En el principio está la lectura. En ese punto uno ni siquiera sabe que va a escribir un cuento con ese material. Pero en algún punto uno empieza a ver que hay algo. Aparecen elementos, que son como las coordenadas de un mapa, o las estrellas de una constelación. En algún punto encontramos un patrón.

Hace varios años, una amiga me había fotocopiado una nota sobre cómo funcionan el cerebro y la memoria, de qué manera se organizaban las redes neuronales para almacenar los recuerdos, qué pasaba en caso de una parte de esas redes se dañara. Mientras lo leía, incluso antes de llegar a la mistad del artículo, me di cuenta de que iba a usar esa idea. Pero no de manera directa, no quería escribir un cuento sobre alguien con alguna afección en el cerebro. Me interesaban más bien las reglas de ese proceso. Me atraía la idea de cambiar las neuronas por personas, es decir: mostrar el mismo proceso pero en otra escala.

Tenía ciertas reglas para jugar, pero me faltaba bastante para plasmarlo en un relato. Estando de vacaciones, no sé por qué, me surgió otra idea. Un combate entre dioses o semidioses, pero que transcurría en un conventillo del principios del siglo XX, un duelo de esgrima criolla, con cuchillo o facón.

Junté ambas ideas. Tenía un escenario, había imaginado algunas escenas, pero todavía no tenía ni personajes, ni argumento. El Fausto vino en mi ayuda, o al menos la idea general del un pacto fáustico. Escribiría la historia de una mujer que le vende su alma a Mandinga para empezar una vida nueva (seguramente había una mácula ignominiosa en su pasado, quería deshacerse de ese pasado). La historia transcurriría justo cuando el enviado del diablo empezaba a buscarla para cobrarse. Pero esa mujer había hecho trampa. A medida que iba conociendo hombres dejaba en ellos parte de sus recuerdos, como si fuera una gigantesca red neural. Para encontrarla, el enviado de Mandinga tenía que batirse a duelo con esos hombres y matarlos, o dejarlos muy malheridos. De esa forma los recuerdos eran liberados y el emisario podía seguir el rastro de la mujer.

Esas ideas no surgieron todas de golpe. Fueron apareciendo de a poco. A partir de este punto siempre es más fácil imaginar que la historia ya está escrita, que nosotros tenemos que rastrearla, desenterrarla, esculpirla.

Lo cierto es que para escribir esta historia no necesitaba documentarme sobre redes neuronales, la lectura de ese artículo sólo me dio una estructura, una serie de reglas para que mis personajes jugaran. Para escribir esa historia tenía que releer libros como Un guapo del 900 de Samuel Eichelbaum, o El reñidero de Sergio De Cecco. O el Fausto, de Estanislao del Campo. Lo que buscaba en estos libros era el tono general del cuento, un lenguaje, un conjunto de personajes. También me documenté sobre la llamada esgrima criolla, con un libro de Mario López Osorio.

En este punto, la investigación es diferente. Acá ya no leo por curiosidad o entretenimiento, acá se trata de desenterrar la historia, de descubrir el David que hay dentro del mármol. Y yo leo con muy mala leche, a veces ni siquiera leo todo el libro: me urge encontrar esa historia. Y voy llegando a esa historia por pistas que están en muchos lugares, asociaciones ilícitas de ideas casi.

El cuento se llamó “De memorias ajenas”.

Me pasó también en otro cuento, “1807”, que es una crónica de las Invasiones Inglesas con un componente fantástico. Partí de un librito del teniente coronel inglés Lancelot Holland. Pero lo leí con la clara intención de intervenir en lo que contaba, del mismo modo que un artista “interviene” un espacio urbano. Yo quería meter cuchara, y leía con esa intención.

Y la historia va emergiendo. Vamos logrando el tono, vamos construyendo personajes y situaciones, y aquí llega el tercer momento en que investigamos o acudimos a la investigación. Porque tanto en la ciencia-ficción como en la fantasía histórica necesitamos desesperadamente que el lector no ponga reparos a nuestro relato, al menos no en aquellas partes que forman parte del escenario, las costumbres... En los relatos históricos, para que el lector acepte el elemento fantástico, tenemos que ser rigurosos en la parte histórica. En ciencia-ficción, para que el lector nos siga a través de nuestras especulaciones, tenemos que partir de bases sólidas.

Recientemente, escribí un cuento que trata de enfermedades y de nanotecnología. Ciencia-ficción dura. Una zona de Buenos Aires invadida por una plaga de insectos que portan nanomáquinas. Algunas de esas nanomáquinas diagnostican, otras transportan el tratamiento para cada tipo de cáncer. Había insectos artificiales y naturales. Todo controlado por una inteligencia artificial, capaz de aprender de sus errores. Una pesadilla ambientada en un Buenos Aires del futuro cercano.

Casi todo el esfuerzo de investigación de este cuento estuvo en lograr verosimilitud. Reuní artículos sobre marcadores basados en una ciencia relativamente nueva (la optogenética), investigaciones de nanomedicina, artículos donde se sugieren nuevas formas de diagnóstico sistémicos a través de modelos computacionales del cuerpo humano (donde analizando proteínas específicas se puede saber qué es lo que está mal), y hasta encontré un artículo que describe una radio construida con un solo nanotubo. Con todo esto, comprobé que la concepción del cuento no era para nada loca, que era verosímil, y que mi especulación era válida.

La idea aquí es pararse en el borde, crear, distorsionar un poco, adelantarse. En muchos casos se trata de un acto de ilusionismo. Sabemos que ese escenario que planteamos es imposible, pero lo presentamos de manera convincente, ya sea porque acudimos a un lenguaje científico convincente o porque lo relacionamos estrechamente con otros elementos de la realidad científica, técnica o histórica.

Con todo, y en última instancia, el valor de un cuento casi siempre pasa por el factor humano. En ciencia-ficción tenemos muchos cuentos que son mera especulación, jugar con las ideas, empujarlas, hacerlas explotar. Pero creo que la literatura que trasciende, la que toca al lector, tiene que ver con el ser humano, con lo que le pasa al ser humano.

Sobre las formas de documentarse, no puedo decirles mucho, porque hoy, más que nunca documentarse es relativamente fácil. Se pueden buscar datos en Internet, en revistas de divulgación que se compran en kioscos, en libros, en documentales... Traigo a colación otras dos formas de documentarme que uso con cierta frecuencia. La primera es hacer uso de las redes sociales (y digo esto en referencia, no a Twitter o Facebook, sino a nuestra comunidad: a la gente que conocemos). Tengo amigos que se interesan por la historia mucho más que yo, médicos que pueden pasarme información sobre ciertos procesos del cuerpo, ingenieros, biólogos, periodistas, otros escritores...

La segunda forma es usar las entrevistas. Hace poco, para escribir un relato policial basado en una ucronía, que se ambientaba a fines del la década del 50, entrevisté al director del Museo Policial y a un fotógrafo de la policía: ¿Cómo eran los cuadros de la policía en ese momento? ¿Quién encaraba la investigación? ¿Cómo se abordaba en ese entonces la escena del crimen?

No hay que se un genio para leer sobre estas cosas. Revistas de divulgación como Scientific American, Ciencia Hoy, Nature, Todo es Historia, o decenas de miles de páginas de la Web incluyen información sobre estos temas. Y es también la causa por la cual una revista de ciencia-ficción y fantasía, como es Axxón, incluye noticias sobre ciencia y tecnología. Porque, para que el factor humano llegue al lector, tenemos que hacer que todo lo demás sea creíble. La investigación, la documentación y la lectura forman parte del proceso de escribir relatos como éstos que mencionamos. Son una pata de la mesa solamente, pero sin esa pata lo que está sobre la mesa se cae.

27 de noviembre de 2009

Interludio 5: María Negroni, sobre Cortázar y “Las babas del diablo”

Ya hablé en este blog de María Negroni, en este pequeño ensayo sobre “Lenguaje poético”. Ahora, quiero compartir con ustedes este clip, que tomé durante la presentación de su nuevo libro de ensayos, Galería fantástica, presentado el 26 de Noviembre en el Centro Cultural de España en Buenos Aires. Allí, María lee el capítulo dedicado a Julio Cortázar, y en particular a su cuento “Las babas del diablo”. El video recoge un fragmento de dicha lectura.

Próximamente (apenas termine de editarlo), Axxón publicará un reportaje a la escritora, donde habla del Gótico, tratado en su anterior volumen de ensayos, Museo negro, y sobre esta nueva obra que ganó el Premio Universidad de Sinaloa – México / Editorial Siglo XXI, entre otros temas.




En la contratapa de Galería fantástica reza:

En este libro de ensayos, la autora argentina María Negroni interroga los textos más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX –entre ellos Aura de Carlos Fuentes, “La muñeca menor” de Rosario Ferré, “Las hortensias” de Felisberto Hernández, La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, “El impostor” de Silvina Ocampo o “Las babas del diablos” de Julio Cortázar”– para postular una poética de oposición a la moral soleada (y petrificante) del status quo. Leyendo dichos textos como una suerte de deriva del gótico europeo y norteamericano del siglo XIX, que abrió, en su tiempo, una gangrena en el costado del Iluminismo, consigue una mirada nueva sobre un género tan fértil como díscolo dentro del panorama literario continental.

Y en esos “teatros del mundo miniaturizados, en esos pequeños teatros del yo” que son los relatos, consigue formular algunas preguntas poco frecuentes (o poco articulables) que hacen trastabillar la realidad, ampliando de ese modo el abanico de lo concebible. En palabras de la autora: “Por un instante, algo invade algo y las jerarquías se borran. Entra el aire por alguna rendija invisible. Como en la poesía, en este tipo de relatos, la incredulidad queda, por un instante, suspendida y lo menos temeroso de nosotros mismos hala consuelo y agradece.”

La seguimos luego.

4 de noviembre de 2009

El revés de la trama 4: Las estelas como recurso narrativo

Al escribir “La ruta a Trascendencia” tenía una ventaja, no empezaba de cero. Como comenté en un post anterior, ya había escrito el cuento “Demasiado tiempo”, y sabía que no había explotado el tema lo suficiente. Una de las cosas que definitivamente había desaprovechado era las posibilidades narrativas que se abrían a partir de la existencia de las estelas temporales.

Tal vez convenga aclarar que, para graficar esas estelas temporales en el relato, intercalé los ecos de lo que los personajes decían (en la primera edición de la novela usé los signos "<" y ">" para delimitar esas estelas, pero en la edición argentina, por cuestiones de estética, primó el criterio de usar itálicas. Por limitaciones de la interfaz de Blogger, que malinterpreta los signos ">" y "<", aquí usaré corchetes).

Es así que una particularidad del contenido del relato —que algunos personajes vivieran extensamente en el tiempo, y que los “ecos” de lo que decían volvieran a aparecer en el texto— ponía en mis manos una herramienta narrativa eficaz: la posibilidad de usar esos ecos para pasar información de contexto al lector, retomar ideas durante un diálogo, crear evocaciones, e incluso asociaciones y recontextualizaciones caprichosas. Y es que, entre lo que pasa y el eco de lo que pasó se produce un diálogo, una tensión: las mismas palabras pueden significar cosas diferentes en la medida que los diálogos evolucionan.

Creo que esta herramienta le dio una consistencia particular al relato, una cierta originalidad expresiva, incluso una poética que, entonces y ahora, me parece novedosa (uno nunca sabe del todo a quién le está robando ideas, dicen que todo esta inventado).

Repasando el primer capítulo, aparecen varios ejemplos.

1) Apenas llega Tony a Trascendencia, sufre un extraño incidente automovilístico. Es su primer encuentro con un híbrido temporal y sus estelas. No está en condiciones de seguir manejando y Eduardo se ofrece a llevarlo al pueblo. El diálogo sigue. La estela de esa sugerencia permite retomar la idea (la oferta de Eduardo de llevarlo al pueblo) para justificar una acción al final de la escena.

(…habla Tony)
—Apague el proyector, señor —dije—. Es un peligro.
—No hay ningún proyector. —El tipo, no sé cuál de todos, me miró y diagnosticó acertadamente que yo estaba en estado de shock—. Hagamos una cosa: déjeme el coche acá y yo lo llevo al pueblo. Manejar por esta ruta puede ser peligroso para usted, con esto de las estelas.
—¿Qué son las estelas?
[¿Quién quiere saberlo?]
—Bueno, quisiera explicarle bien para que lo entienda. Pero seguro que su primo puede hacerlo mejor —dijo el hombre—. Somos nosotros, pero en otro tiempo. Aguante un cachito que saco la camioneta.
La mujer también se acercó a la tranquera. Era morocha, menuda y bastante atractiva. Frotaba una taza de café con un repasador viejo, como si pretendiera sacar un genio de aquel pocillo. Usaba un enorme reloj de pulsera. Noté que el hombre también tenía uno similar.
—Me llamo Clara y mi marido se llama Eduardo —dijo—. Fuimos de los primeros trascendis. No como su primo, que llegó después.
—¿Trascendis?
—Como dice mi marido, va a ser mejor que le explique su primo.
—¿Tiene algo que ver con las estelas? —pregunté.
—Sí, y con el primer epicentro.
El hombre interrumpió la conversación.
—Eduardo Sanguineti —dijo, extendiendo la mano para presentarse—. Cuando usted quiera nos vamos.
[No hay ningún proyector… déjeme el coche acá.]
Vacilé con la llave del auto en la mano.
—Déjele la llave a Clara… Entrá el auto, amor, que ya vengo. —El granjero me miró con aire divertido—. Voy a llevar al nuevo ayudante del comisario.


2) Otra posibilidad es usar las estelas para traer a colación una parte de la conversación anterior a la escena. En el texto no aparece en ningún momento la conversación de la que provienen esas estelas, pero ese fragmento de información llega de todos modos al lector.

(…)
Lando enfrentaba un dilema. Y a pesar de su intrínseca cobardía (que lo llevó a dilatar una decisión por dos o tres años) se las había ingeniado para encontrar un camino de salida. No era un asunto sencillo. Para entenderlo tuve que remontarme veintidós años hacia el pasado y pedir explicaciones sobre ese secreto que la milicia y los tracs se empecinaban en guardar.
Ante todo, decidí entrevistar a mi propio hermano. Es decir, a mi primo. Lando. Yo buscaba certezas que me permitieran conocer la verdad sobre Trascendencia. No me sentía cómodo interrogando a mi jefe, pero Lando me había llamado para eso.
[No, no estamos encerrados contra nuestra voluntad. ¿Me dejás que te explique?]
—Caminemos, Tony. Así podemos dejar atrás las estelas por un rato. Para mí es más difícil, pero ya estoy acostumbrado.


3) Las estelas permiten en el texto que sigue recalcar algunas ideas antes de la revelación. Nótese que cuando Lando dice “Todavía está funcionando”, el lector ya sabe de qué está hablando, el lector acaba de recibir el resto de la información a través de la estela.

(…habla Tony)
—¿Cómo es eso?
—El motor que impulsaba esa nave podía manejar el espacio-tiempo. ¿Se entiende? Los tripulantes de la nave, si los había, tenían que actuar en ese espacio-tiempo distorsionado. Es posible que ellos también estuviesen distorsionados.
—¿Distorsionados cómo?
—Así, como yo. Cuando la nave chocó en Primer Epicentro, esa distorsión que traía alcanzó a todos en un radio de diez kilómetros a la redonda. Los habitantes de Redención empezaron a desdoblarse en estelas.
Tragué saliva, conmocionado. Lando siguió caminando en silencio y tuve que apurarme para no perderle el paso.
—Recuerdo que los diarios hablaban de una epidemia cerebral o algo así —dije cuando lo alcancé.
—Ese desdoblamiento en estelas vuelve loco a cualquiera. —Rolando alzó la vista y miró en derredor, como si ese pasado estuviera todavía ahí—. Porque no es solamente la apariencia: toda la conciencia empieza a desdoblarse. Es terrible al principio.
Noté que cuando Lando hablaba de las estelas no se refería a los hologramas ni a los ecos que tanto me molestaban. Tal vez era como me había resumido Eduardo: eran ellos, pero en otro tiempo.
—Y si no sabés lo que te pasa —siguió Lando—, el pasaje de tridi a trascendi es un infierno.
—Ya me vas a contar —dije para evitarle el mal trago—. Después llegaron los militares.
—Sí. Dijeron que había una epidemia, lo cual no era del todo errado, y cercaron el pueblo. Así estamos desde entonces. Pero si no lo abrieron hasta ahora fue por mutuo acuerdo.
Lando se detuvo una vez más y saludó a una mujer que pasaba de la mano de sus dos hijos.
—Clara los puede cuidar —dijo. La mujer asintió y siguió su camino.
—¿A qué viene eso? —pregunté.
—Ayer me hizo una pregunta y se la estoy respondiendo.
—Buena memoria.
—No, Tony. Estamos ahí, en la puerta de la comisaría, charlando. Acaba de hacerme esa pregunta. Ahora sé la respuesta, eso es todo.
Me quedé pensando y Lando aprovechó para encender un segundo cigarrillo.
—Tengo que dejar esta mierda.
—¿El pueblo?
—Los cigarrillos.
La pausa duró dos o tres minutos, y en ese tiempo dos de sus estelas se acoplaron al original. Oí el eco de las explicaciones que me había dado.
[Cuando la nave chocó en Primer Epicentro, esa distorsión…]
[El motor que impulsaba esa nave podía manejar el espacio-tiempo. ¿Se entiende?]
—Todavía está funcionando —dijo Lando—. Los físicos que analizaron el proceso eran tridis, pero ya no lo son. Yo tampoco.


4) Las estelas me permitieron también poner el énfasis en un hecho que después sería importante en la novela: el amor de Lando por una mujer. Inmediatamente después de la porción de diálogo que acabo de citar arriba, surge el eco de una estela de Lando: “Clara los puede cuidar”. La estela nos dice en qué está pensando Lando. De esta forma, el narrador atestigua un hecho, pero no le da ningún valor. El valor puede dárselo el lector, o sencillamente queda el antecedente para cuando se revelen más detalles, hacia el final de la novela.

(…)
—Todavía está funcionando —dijo Lando—. Los físicos que analizaron el proceso eran tridis, pero ya no lo son. Yo tampoco.
—Dijiste que habías sido el primero.
—El primer voluntario, sí. Lo de los físicos fue un accidente. Pero gracias a esas transformaciones logramos avanzar en la investigación.
—Un sacrificio en aras de la ciencia —dije.
—Algo así.
[Clara los puede cuidar.]
—Sí, un sacrificio en aras de la ciencia —repitió Lando con la mirada perdida en la dirección en que se había ido la mujer.


5) Al final del capítulo. Las revelaciones llegan a Tony, pero después de que Lando se fue, así que no puede retrucarle.

(…)
Dijo algo más, pero en voz tan baja que no le entendí. Alguien se acercaba y evidentemente Lando no quería que oyera nuestra conversación.
—Ahora la seguimos —dijo, y se fue a atender al trascendi.
Estuve en vilo durante un minuto, hasta que la estela de Lando llegó a mi posición.
[Cuando les ofrecí un plan, una posible salida, aceptaron sin vacilar. Y los demás tracs también… Vos sos la parte principal de mi plan.]
Y yo que creía que me había llamado porque me extrañaba.


Avancemos un poco.

6) En el capítulo 4, las estelas sonoras del tango “Por una cabeza” (una serie de fragmentos tramposamente escogidos para que sugirieran otra cosa) me permiten mostrar, no explicar, las asociaciones de ideas que llevan luego a resolver el misterio del salón de baile de Hastings. Allí, unos jóvenes se habían incendiado, literalmente, comenzando por la cabeza. ¿La razón? Habían especulado (habían jugado a cambiar una y otra vez el futuro, iterativamente). La mecánica de ese proceso especulativo se explica más adelante. Lo interesante es que puedo sugerir las pistas sin detener la acción: Tony vuelve a casa y Susana está llorando.

(…)
Lando dormía en la habitación de al lado. Cerré la puerta que comunicaba ambos cuartos y bajé el volumen del amplificador. De poco me sirvió: los ecos del tango atravesaban la bruma eventual y llegaban hasta mis oídos con la misma sonoridad.
[No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…]
Susana estaba llorando.
[Por una cabeza, metejón de un día…]
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Nada. Me voy a dar un baño.
[Quema en una hoguera todo mi querer.]
—¿Por qué llorás?
—No importa. Tengo sueño y quiero darme un baño.
Cuando volvió del baño, se metió en la cama y se hizo la dormida. La canción empezó otra vez. O tal vez eran las estelas.
[No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…]
[Por una cabeza…]
[Quema en una hoguera…]
—Apagálo —me pidió de mala gana—. Ya escuché bastante, no hace falta más.
No pegué un ojo en toda la noche.


7) ¿Puede una charla científica volverse romántica? ¿Ayudan las estelas a ello? Esta escena (perdonen la extensión de la cita) juega a cambiar el contexto de lo que se dijo para hacer que fragmentos de una explicación delaten, en otro contexto, intenciones románticas. Pero en esta escena suceden más cosas. Las estelas intercaladas permiten retomar ideas para avanzar con las explicaciones, hacen parecer que los personajes se “justifican” mentalmente antes de “atajarse” verbalmente, o que demandan la atención de su interlocutor sin hacerlo verbalmente, entre otros efectos. Es como si un duende invisible hiciera acotaciones, a veces con fines didácticos, otras simplemente para mofarse, de puro juguetón.

(…habla Susana)
—El espacio-tiempo puede ser comprimido o expandido —me explicó—, al menos en teoría. Una nave como la de los epics, que quiera moverse «más rápido que la luz», comprime el espacio-tiempo delante de ella y lo expande detrás.
Susana vio mi perplejidad y confusión, o quizá vio un futuro cercano donde al final de su trabajosa explicación yo le decía que no había entendido. Se puso en el papel de maestra y me dio un ejemplo.
—Mirá esa hormiga.
Esa hormiga era tres hormigas caminando en perfecta hilera.
—Las veo.
—Ahora imaginemos que esa hormiga puede moverse, con toda la furia, a dos centímetros por segundo. Y que se aleja de nosotros a esa velocidad.
—Sí.
—Pero, de repente, se sube a una oruga como ésta. —Me mostró una oruga tridi, en una hoja trascendi que ella acababa de sacar vaya a saber de dónde—. Y esta oruga también se mueve a dos centímetros por segundo, y se aleja de nosotros. ¿Me seguís, bachiller?
—Sí gordi, te sigo.
—¿A cuánto se mueve la hormiga?
—A cuatro.
—No, amor. Localmente se sigue moviendo a dos centímetros por segundo, pero se aleja de nosotros a cuatro centímetros por segundo.
—Retorcido, pero muy gráfico.
—Ahora lo voy a hacer más complicado. —Dejó la hoja en el piso—. Digamos que la oruga se queda quieta y lo que se mueve es el piso. Entonces la oruga arruga el piso que está por delante y estira el que está por detrás.
—Pobre hormiga.
—Chistoso. Bien, si la oruga fuera la nave, y la velocidad de la luz fuera de dos centímetros por segundo, y el piso fuera el espacio-tiempo que la nave comprime y expande, entonces se podría mover de un punto a otro más rápidamente de lo que lo haría la luz en un espacio-tiempo sin comprimir.
Tardé medio minuto en deglutir todo lo que me había dicho. Hay libros enteros con fórmulas matemáticas que explican este fenómeno, pero eso lo supe luego. Siempre que pienso en el plegamiento del espacio-tiempo, se me aparecen la hormiguita viajera y el gusanito arrugador.
—¿Y cómo llegamos desde ese gusanito a los trascendis? —pregunté.
[El espacio-tiempo puede ser comprimido o expandido…]
—Eso es más complejo. La mayoría son suposiciones, premisas.
Vaciló, y esa vacilación la pintó de cuerpo entero: por momentos muy segura, y por momentos endeble y llena de dudas.
Una mujer adorable.
—Lo primero a considerar —dijo Susana, jugando con la hormiguita viajera—, es que se necesita mucha energía para comprimir y dilatar el espacio-tiempo. Probablemente en el mismo orden que una pequeña nova. Así que tal vez la compresión no se hiciera con energía continua, sino con picos de energía pulsatoria. Eso explicaría la existencia de estelas puntuales, que bien podrían coincidir con los picos máximos de esos pulsos. Probablemente, si esa energía fuera continua, nuestra extensión temporal también sería continua. ¿Me seguís, Tony?
—Hasta la Luna.
[Con toda la furia…]
—Por otra parte, nada que estuviera dentro de la nave podría sobrevivir a una emisión de energía de ese tipo. Nada físico, quiero decir. Yo creo que si estos tipos tienen la habilidad de manipular más finamente el espacio-tiempo, podrían trascender y poner el eje de trascención en su pasado. De esa forma estarían a salvo de las emisiones de energía.
Susana hizo una pausa mientras yo trataba de digerir esa idea.
[La mayoría son suposiciones, premisas.]
—Todo esto es muy loco —se atajó. Tal vez pensaba que yo estaba en condiciones de objetar algo de su explicación—. La verdad es que no tengo la menor idea de cómo se puede distribuir toda esa cantidad de energía en distintos ejes de trascención. Pero eso explicaría por qué el impacto no acabó con media provincia. O con todo el planeta. El núcleo de la nave está cien metros bajo tierra. Una de las dudas que todavía tenemos es dónde fue a parar toda la energía cinética del impacto.
—No dónde, sino cuándo —objeté con tono triunfal.
—Sí, eso —concedió Susana.
[¿Me seguís, Tony?]
—O sea que manejaban la nave, previendo eventos futuros y corrigiéndolos mucho antes —arriesgué yo—. En ejes de trascención anteriores al de la nave.
—O no, quizá tuvieran multimotricidad absoluta y manejasen las naves directamente con sus estelas. Y esas estelas terminaran consumiéndose, sólo para se crearan estelas nuevas. No sabemos de qué están hechos estos tipos. Para eso habría que llegar al corazón de la nave y hasta ahora no pudimos. En ese caso tendrían que lidiar con las paradojas, pero sería en medio del espacio vacío. Donde no hay nada, o casi nada, tal vez haya menos consecuencias paradojales… No tengo idea.
—¿Por qué razón el equipo no pudo llegar a la nave?
—Encontramos fragmentos, incluso parte del mando de la nave, pero no pudimos llegar al motor. Hay radiaciones, la temperatura aumenta abruptamente a medida que excavamos. Los sonares no pueden detectar el núcleo. En temporada alta parece cambiar de posición o los instrumentos derivan.
[El espacio-tiempo puede ser comprimido o expandido…]
—¿Cuerpos?
—No. No había nada que pudiéramos considerar cuerpo.
—O sea que era manejada a control remoto.
—O esos cuerpos están en otro eje de trascención.
—¡Mierda!
—¿Ya te estás cansando, amor?
—No, pero cambiemos de tema.
[Al corazón de la nave.]
[Con toda la furia.]
[Los instrumentos derivan… Al corazón de la nave.]
Susana siempre supo cambiar de tema sin decir palabra.


La seguimos luego.

21 de octubre de 2009

El revés de la trama 3: Tony y Lando

Tenía dos elementos entonces: la base (la idea de la trascención y las estelas) y un abordaje posible (el viaje iniciático). ¿Qué clase de personaje podía usar para jugar con estos elementos? Por el cuento sabía que tendría un componente denso de especulación científica o pseudocientífica, por lo tanto necesitaría un personaje que fuera capaz de decodificarla para el lector, o que al menos supiera hacer las preguntas correctas. Además, el personaje tenía que soportar sobre sus hombros, de manera no muy artificiosa, la narración del relato (en primera persona).

Más por vagancia que por otra cosa, decidí que fuera periodista, como yo. De esa manera, al menos al principio, directamente le daría mi propia voz, y luego, en la medida que lo fuera conociendo en acción, tal vez podría ajustar su discurso. Decidí también que el personaje tuviera poco background: unas ciertas obsesiones, algunos antecedentes familiares que justificaran el viaje a Trascendencia y no mucho más. Y con estas coordenadas iniciales, como en los ejercicios que propuse en “Limitaciones en los personajes” y en “Dominó”, el personaje se fue construyendo solo.

De esas impremeditadas inferencias que iban vistiendo al personaje (sobre la acción, prácticamente en el mismo momento en que escribía la historia), nació en retrospectiva, durante la reescritura, uno de los patrones o esquemas predominantes de “La ruta…”. De hecho, un mecanismo que resume toda la historia: el protagonista siempre termina ocupando el lugar de su primo. Esto sucede dos veces. La primera, contada en retrospectiva, cuando el protagonista queda huérfano y se va a vivir con los tíos. Lando se va de la casa, deja un vacante un rol que Tony, el protagonista, terminará asumiendo.

Después de la muerte de mamá, me mudé a la casa de mis tíos maternos y mi primo Rolando. Esa nueva vida en familia fue buena por un tiempo. Después, Lando-Rolando se fue. Era mayor que yo y cuando cumplió los veintiuno decidió enrolarse en la Gendarmería. Yo ocupé su lugar, pasé a ser el hijo oficial, pero todos sentimos su partida como una pérdida.

La segunda cuando llega a Trascendencia, el primo Lando comienza a apartarse de este mundo y, metafóricamente, vuelve a abandonarlo. El ciclo se cierra:

Cuando Trascendencia se quedó sin comisario, el ayudante se hizo cargo. El ayudante era yo. No era el más capacitado, pero así son las cosas en Trascendencia.

No hubo ceremonia. Fue tan discreto como había sido el comienzo de mi viaje. Esa travesía que empezó con la búsqueda de un trabajo y de un hermano perdido terminaba con mi conversión en trascendi y mi sumisión total a una religión donde ser inocuo es el valor máximo…

La seguimos luego.

11 de octubre de 2009

Interludio 4: “La duna del 40° aniversario” (y las arenas que cantan)

Este post surge de una lectura organizada en el bar de FM La Tribu, el pasado 8 de Octubre. Allí leí el cuento "La duna del 40º aniversario", y muchos me preguntaron de dónde salió. El siguiente artículo fue escrito para la sección Zapping de la revista Axxón en noviembre de 2002, y cuenta la idea germinal del cuento. Para ver ilustraciones, referencias bibliográficas, links a material multimedia y demás, pueden visitar el artículo original.


Durante milenios, los nómadas del desierto han oído voces y
sonidos misteriosos provocados, a su decir, por fantasmas y
demonios. Marco Polo creía que a veces los espíritus malignos
"llenaban el aire con sones de instrumentos musicales de todo
tipo, redobles de tambor y chasquidos de espadas".
Investigación y Ciencia, dic. 1997. "Los sonidos de la arena"


Un día cualquiera, de paseo a la hora del almuerzo por la avenida Corrientes, entro a un local de venta de libros y revistas viejas y, por unos pocos pesos, me llevo cuatro o cinco Investigación y Ciencia —la versión en español de la reputada Scientific American—. Y ése es precisamente el principio de todo. Como dice Eduardo Carletti, a menudo el punto de partida de un argumento de Ciencia Ficción está en los artículos científicos, los documentales, los libros de divulgación y las obras de consulta. En mi caso, el punto de partida para "La duna del 40° aniversario" fue un artículo de una de esas revistas Investigación y Ciencia titulado: "Los sonidos de la arena" (Franco Nori, Paul Sholtz y Michael Bretz de la Universidad de Michigan; Investigación y Ciencia, diciembre de 1997), originalmente aparecido en Scientific American (septiembre de 1997).

¿A qué sonidos se refiere este artículo? ¿Cómo se forman? De eso se trata este Zapping.

Los sonidos originados por los arenales en algunos desiertos y playas constituyen uno de los fenómenos más desconcertantes de la naturaleza. Los habitantes de esas zonas creen oír campanas, trompetas, sirenas, órganos, tambores, murmullos, gemidos, ruido de motores, truenos e incluso golpes metálicos. Obviamente, no falta quien crea que las arenas del desierto están pobladas por fantasmas y demonios que reclaman la atención de los vivos. Los científicos prefieren explicaciones menos esotéricas. Hasta hoy han sido localizadas al menos 30 "dunas retumbantes" en desiertos y playas de África, América y Asia. Una lista incompleta de esos sitios incluye:

La Montaña de Arena (Estados Unidos)
Las Dunas de Kelso (Estados Unidos)
La Montaña del Cascabel (México)
Las Arenas Crujientes de Kauai (Hawai)
El Bramador (Chile)
El Punto de Diablo (Chile)
Las Dunas del Kalahari (Sudáfrica)
Las Dunas de Namibia
Bir el Abbés (Argelia)
Um Said (Qatar)
Dunhuang (China)

Sin embargo, los científicos todavía no saben cuál es el mecanismo por el cual, en determinadas condiciones, esas dunas "cantan". ¿Depende del tamaño y forma de los granos? ¿De la interacción dinámica de estas partículas durante una avalancha?

Los sonidos de la arena no siempre son espectaculares. Cuando alguien pasea por una playa, la arena cruje. Este tipo de arena se denomina "crujiente" o "silbante". Pero existe otro tipo de arena "retumbante", que en su momento llamó la atención de Marco Polo y de Charles Darwin. En el libro The Voyage of the Beagle, Darwin hace algunos comentarios cortos sobre este fenómeno en Brasil y Chile. En el capítulo XVI del diario, dice:

El primero de julio (de 1832) alcanzamos el valle de Copiapó. El aroma del trébol fresco era realmente delicioso, después del aire inodoro de la zona seca, estéril, Despoblado (sic). Mientras estábamos en la ciudad, pude oír una historia de parte de varios de los pobladores, acerca de una colina en las inmediaciones que ellos llaman "El Bramador", el rugidor. No presté suficiente atención en ese momento al cuento pero, por lo que pude entender, la colina está cubierta de arena y el ruido se produce sólo cuando la gente, al ascenderla, pone la arena en movimiento. La misma circunstancia se describe en detalle con la autoridad de Seetzen y Ehrenberg, como la causa de los sonidos escuchados por muchos viajeros en el Monte Sinaí, cerca del Mar Rojo. Una persona con la que conversé, escuchó ella misma el ruido: lo describe como muy sorprendente y estableció claramente que, aunque no podría explicar cómo es causado, para que se produzca es necesario que la arena ruede pendiente abajo. Un caballo caminando sobre arena de grano grueso seca causa un peculiar ruido de "chirping" debido a la fricción de las partículas, una circunstancia que advertí varias veces en la costa del Brasil...

Según los científicos, este sonido se oye en dunas que están lejos del agua, en desiertos o en las llamadas "playas traseras", alcanzando distancias de hasta 10 kilómetros del lugar donde se producen.

Las arenas retumbantes crean sonidos sordos, de entre 50 y 300 Hertz (ciclos por segundo) y que duran un máximo de 15 minutos en las dunas más grandes (lo normal es sólo segundos). Como bien sospechaban los habitantes del valle de Copiapó, el secreto del sonido parece estar en las avalanchas. Antes de que se desencadene una avalancha los vientos arrastran la arena hasta construir una duna con una cierta pendiente. En el caso del desierto, alcanzan unos 35°. Llegado este punto, la arena a sotavento de la duna inicia el desplome, de forma que las capas de arena se deslizan sobre otras inferiores como en un mazo de naipes. Los granos de las capas superiores caen sobre los inferiores y, transitoriamente, en los intersticios que hay entre ellos, para rebotar y seguir su descenso. Se cree que la fuente de sonido está en ese movimiento vertical de vaivén.

Esta primera aproximación al fenómeno no es suficiente y queda mucho por explicar a propósito de las vibraciones. De hecho, todavía no se sabe demasiado sobre las frecuencias de las arenas retumbantes. La Montaña de Arena (Desierto de Nevada, Estados Unidos) retumba entre los 50 y 80 Hz. Los autores del trabajo publicado en Scientific American sostienen que allí se producían sonidos similares al del didgeridoo: un instrumento de los aborígenes australianos que se caracteriza por una baja y monótona cadencia. En los arenales de Korizo (Libia) y en el desierto del Kalahari (Sudafrica) ese rango de frecuencias va de los 130 a los 300 Hz. En casi todos estos casos el resultado es un sonido estridente.

Si bien el diámetro de los granos de arena, sean activos acústicamente o no, ronda los 300 micrones, los científicos notaron que los retumbantes se distinguen por su superficie alisada y no todos muestran morfología esférica, como se creía en un principio.


La humedad es otro factor clave. Si bien las dunas retienen humedad con notable eficiencia, los retumbos se producen en las partes en que la duna se seca antes. Con todo, los científicos presumen que las precipitaciones hacen decantar el polvo que impide el movimiento de los granos de mayor tamaño. La secuencia de formación de las dunas retumbantes (que el cuento reproduce artificialmente) sería:
  • El viento transporta la arena a través de largas distancias, la pule y la acumula formando la duna.
  • La lluvia elimina el polvo que impide el movimiento de los granos más grandes.
  • La duna se seca en pocas semanas.
  • Cuando la pendiente supera los 34°, la duna comienza a derrumbarse.
Otro de los factores que podría tener alguna incidencia en el proceso, aunque los científicos lo han desestimado por el momento, es que en las avalanchas se suelen producir fenómenos electrostáticos: los granos se unen formando filamentos. En 1936, en el desierto del Kalahari, fueron observados filamentos de hasta 13 milímetros, cargados electrostáticamente. Al momento del artículo, no existían trabajos serios en esta línea de investigación.

Mientras los científicos tratan de llegar a un modelo convincente del fenómeno de las arenas retumbantes en el laboratorio y en campo, la imaginación puede llevarnos a escuchar esas arenas que cantan (graves, estridentes) y que quieren decir algo a quienes tienen la suerte de escucharlas.

7 de octubre de 2009

Interludio 3: Paisajes inquietantes

Este relato pertenece a Héctor Ángel Benedetti, escritor, ensayista, investigador, conductor radial y coleccionista, pero que ha incursionado poco en la ficción. Sin embargo se animó con varios cuentos que reflejan su pasión por las estaciones ferroviarias, los pueblos del interior de la Argentina y sus misterios. De este cuento (más bien un “sucedido”) rescato el lenguaje, el tono y el escenario. Me gusta mucho, espero que ustedes lo disfruten.


El pueblo de metal
por Héctor Ángel Benedetti

Conservo la memoria vívida, exacta en todos sus detalles, de la época en que estuve haciendo un relevamiento del Ferrocarril Provincial que iba desde La Plata hasta el Meridiano Quinto, en Mira Pampa. Fue durante el primer semestre de 1961, luego que el balance del año anterior, como todos desde hacía décadas, informara que la relación entre gastos del ramal e ingresos del sistema había sido negativa. Las cifras, por demás elocuentes, apoyaban la decisión del Ministerio de cerrarlo definitivamente; aunque aún no se había anunciado en forma oficial, en la administración ya se sabía que a más tardar hacia julio saldría el decreto determinando la clausura de, por lo menos, los cuatrocientos kilómetros entre Carlos Beguerie y la punta de rieles, pues era el tramo con mayor déficit. Por ser ingeniero de vías y obras, me encargaron recorrer la línea y evaluar qué podía recuperarse tras su inminente desactivación; tarea que debía cumplir en secreto, porque los empleados de aquella sección intuían su futuro y empezaban a inquietarse. El sindicato poco podía hacer mientras no hubiera una notificación formal, pero por precaución la gerencia prefirió que mi peritaje se hiciera en medio de un total hermetismo.
Un martes a las diez de la noche el tren me dejó en una estación que se llamaba Galo Llorente. Catorce paradas había visitado contando desde Mira Pampa, más el jerarquizado edificio del ramal a Pehuajó; ¿qué sorpresa podría esperarme? Sería, pensé, lo rutinario; un informe calcado de los otros. Como muchos puntos del itinerario del Provincial, Galo Llorente no tenía pueblo en torno suyo; pero el ferrocarril le había puesto una importante construcción con la esperanza que algún día se formase allí un caserío. Esto jamás ocurrió, y la estación sobrevivía plantada en campo raso, para un mínimo tráfico de cargas y el casi nulo movimiento de pasajeros. De hecho fui el único en apearse. Me identifiqué ante el jefe (como hiciera con los demás, me limité a decirle que inspeccionaba la enrieladura) y pedí hacer noche allí mismo, para no tener que andar yendo y viniendo desde Carlos Casares o Nueve de Julio. El encargado arregló para mí un catre en una dependencia.
Por la mañana, caminando sobre el terraplén en dirección a La Plata (quiero decir, entre Galo Llorente y Amalia), detecté una irregularidad: había, un kilómetro adelante, restos de un desvío particular, aparentemente clandestino; saliendo de la vía única se dirigía hacia el nordeste y moría tras unos pocos metros. Eso era lo que veía entonces; originalmente debió ser mucho más largo. Como sabe cualquiera que esté iniciado en cuestiones del ferrocarril, construir un desvío no es cosa sencilla ni barata; requiere materiales, mano de obra y tecnología, y desde luego no puede tenderse sin aprobación. Sin embargo ese desvío no figuraba en ningún manual, ni siquiera en los más antiguos; no estaba inventariado, y a efectos administrativos no existía. Antes de telegrafiar a la cabecera le pregunté al jefe de Galo Llorente por aquella rareza, ciertamente única. El buen hombre se excusó con inocencia: él hacía solo dos años que operaba en ese paraje; por supuesto que tenía conocimiento del desvío desafectado, pero nunca se preocupó porque sus cambios estaban anulados desde hacía mucho tiempo y, francamente, ignoraba en qué época estuvo activo y quién había sido su propietario. No obstante, quizá comprendiendo que era una lejana y gravísima infracción, me dijo que mejor podría informarme un hombre de la zona; un viejo de apellido Castro, cuidador de un campo vecino que aquella misma tarde, hacia las tres, iría por la estación a retirar una encomienda.
A las tres en punto estaba esa persona por su trámite; treinta años de ver pasar al ferrocarril le habían contagiado puntualidad. El jefe nos presentó: era un criollo antiguo, que venía con ropa de fajina rural; curtido, circunspecto. Su ceño inspiraba, o más bien exigía, el silencio. Entendí que su respeto lo encerraba y le entorpecía cualquier conversación; cuando le pregunté por el desvío, miró el suelo cinco segundos, como buscando las palabras, y lentamente empezó a explicarse.
—Sí; ya sé de qué me está hablando usted. Nací en Quiroga, señor, pero me crié en estos campos; todavía me acuerdo que el tren no estaba la vez que pasó Marcelino Ugarte, y eso que yo era un chico; también me acuerdo de Casares vieja, y de la lluvia que inundó las chacras de La Aurora. ¡Cómo puedo olvidarme del desvío, si trabajé poniéndolo! Fue en el año quince; nos conchabaron a todos porque hacía falta gente. Mi madre, señor, tenía sesenta años y cocinaba para la cuadrilla. El desvío se hizo para llevar materiales hasta una empresa; esto era dos kilómetros adentro. Nadie se enteró a qué se dedicaría ese establecimiento, ni creo que tuviera nombre; o por lo menos no lo supe yo.
Me extrañó que, siendo de la región y habiendo trabajado ahí, después de cuatro décadas y media solo conservara una referencia vaga.
—Lo que fuera, nunca terminó de hacerse; pero llegaron a montar una cosa muy rara. Nos hicieron levantar en medio de la nada un campamento de metal. De metal, como lo oye. Doscientas varas por otras doscientas, y un claro en el centro; todo en fierro de segunda mano, con planchas, barras, varillas, alambres. Tenía casuchas (ni dos iguales) y letrinas; había depósitos, garitas, varios despachos y otras construcciones, algunas sin sentido; recuerdo un vallado de perfiles, que no era muy largo y que terminaba como había empezado: sin cerrarse. Tuvimos que poner un molino, y unos rieles podridos clavados a pique que eran columnas cortas, o quizá palenques. El desvío llegaba hasta el costado de un tinglado que no tenía paredes. Todo estaba colorado por la herrumbre; jamás vi madera o ladrillo. En los pisos de tierra, por donde mirase, topaba uno con escoria, limaduras, y piezas más grandes también: bulones, ganchos, bisagras, eslabones; hasta herraduras tiradas había, y eran completamente inservibles. ¿Me cree si le digo que era como una isla de fierro en mitad del campo? Ni los capataces sabían para qué era todo eso. Y como si fuera poco lo extraño, más de una vez aparecieron chucherías en los alrededores. Una estatuita de acero, por ejemplo; figúrese desenterrar algo así mientras se palea un pozo. Y otro día, macheteando pastizales para hacer el terraplén, dimos con una bola que parecía de bronce; bronce macizo y verdinoso, y que tenía una raya profunda pegándole toda la vuelta. Si me atiende la comparación le dire que era como una bocha, pero de medio metro, más o menos. ¿Para qué serviría, por qué estaba ahí? Ni esa vez ni ahora encontramos contestación, aunque (créame) le dedicamos bastante al asunto. Pero no sé si era lo más extraordinario de ese lugar; a mí en realidad me intrigaba aquel asentamiento sin lógica. Parecía más el obrador de un loco que el de un ingeniero. Y para qué negarle que las construcciones nos daban un poco de miedo, porque no las entendíamos; de lejos se veían puestas sobre la llanura casi pelada y formaban una cosa vieja, oxidada, monstruosa. No nos gustaba mirarla de noche, cuando le pegaba la luna. Dos peones desertaron y se fueron a trabajar a otro lado, y supongo que hicieron bien.
Le aseguré que me interesaba visitar el campamento.
—De eso no quedó nada: como le dije, no llegó a funcionar; quedó abandonado y un tornado en el treinta y dos tiró abajo lo poco que se mantenía en pie, y después vinieron unos chatarreros a desmantelar y llevarse el resto. Se hicieron de una buena cantidad, señor; eso se lo puedo firmar. Si nunca terminó de hacerse el establecimiento, habrá sido por lo que pasó al final de aquel año quince.
El viejo lo dijo con un tono conclusivo, pero a propósito dejó abierta nuestra curiosidad y el jefe de la estación le preguntó qué había acontecido.
—Era diciembre; una tarde de mucho calor. Casualmente era la primera vez que mandaban una locomotora al desvío, pero solo para probar. Desde la mañana venían formándose unas nubes gordas, cargaditas; el viento del este trajo unas cuantas más. El aire estaba muy pesado y respirábamos la tormenta. Cuando el cielo se puso negro cayeron unas gotas para aliviarnos, aunque nada del otro mundo; a las seis sentimos un bramido espantoso, y lo que vino a continuación fue terrible. La lluvia no era tanta; eran los rayos, señor. Nunca vi una cosa así. Caían con una fuerza tremenda, uno atrás del otro sobre el campamento; estábamos aterrados y no nos animábamos a guarecernos en las casillas o en los galpones, porque todos los lugares eran alcanzados, y corríamos de aquí para allá sin saber dónde ir. ¿Sabe lo que era eso? Los refucilos parecían quedarse un rato, y algunos se movían sobre los fierros antes de borrarse. Uno cayó sobre una argolla que estaba tirada: la levantó en el aire y la pulverizó. Otro de esos rayos que duraban bastante dio contra el costado de la locomotora y le dibujó una línea de izquierda a derecha, como una gran soldadura. Se olía la electricidad. No teníamos a dónde escapar, pero era claro que las descargas no nos buscaban a nosotros, sino a las construcciones; así que disparamos al campo abierto, y aunque digan que es el peor sitio cuando hay tormenta, no era el caso de aquel día. Vimos una centella que brotó al revés, desde una columna hacia las nubes; también unas chispas que se elevaban para reventar en el aire, y cantidad de relámpagos que se abrazaban al molino, a las vallas, a los perfiles; retumbaban en el techo de las habitaciones, y era un infierno. Mi madre rezaba y todos, peones y capataces, estábamos como petrificados. Una hora habrá durado aquello. Cuando se despejó ya era de noche, y la luna y las estrellas iluminaban otra vez el campamento y lo hacían parecer un fantasma.
Impresionados por el relato, el jefe de la estación y yo no supimos qué decir. Los tres permanecimos callados un instante, una eternidad. Le ofecí un cigarrillo al viejo; no lo aceptó. Luego respiró hondo, esperó otro poco y agregó:
—Hubo algo más, después. Bajo el tinglado, ese que no tenía paredes, estaba la bola de bronce que encontramos haciendo el terraplén. Los rayos se habían ensañado con ella; ahí cayeron más refucilos que en cualquier otra parte. Por algún motivo que nunca nos explicamos, la bola los atrajo más; pero seguía en su sitio cuando volvimos: le veíamos unas marcas negras por las quemaduras, unos manchones como los que quedarían en un cuchillo puesto al fuego, pero ninguna deformación. Se notaba que ya estaba fría, y no sé qué aprensión nos quedaba que nadie quiso ni siquiera tocarla. Uno de los peones (el más chico de los Duarte, que venía de trabajar en Chivilcoy, o en Bragado) decidió alzársela para recuerdo. “Zonceras del muchacho”, pensé; “si de pesada, nomás, mañana la deja tirada otra vez”. Yo estaba mirando a unos metros, señor. El peón, como le cuento, probó de agarrarla; apenas la tocó cayó fulminado.

-.-

25 de septiembre de 2009

El revés de la trama 2: La ruta del héroe

Después de escribir “Demasiado tiempo” y entender que era un cuento desaprovechado, pasaron varios años antes de que me animara a retomar las estelas temporales para incluirlas en un relato más extenso y profundo. Me di cuenta de que, para aprovechar cabalmente la idea, no servía contar la historia de un individuo. Tenía que cambiar la escala: abarcar un pueblo completo, donde todos sus habitantes fueran híbridos temporales.

Ese descubrimiento me acobardó. Esa clase de historia, que exigía una narración de largo aliento, estaba fuera de mis posibilidades: demasiados detalles de escenario para imaginarme, demasiados personajes, demasiadas variables en la trama, y además nunca había escrito una novela… Bueno, sí, había escrito una, pero como experiencia narrativa había sido un poco magra. Ya intuía que para escribir una novela (aunque fuera una novela corta) no alcanzaba con sentarse e ir imaginando las cosas sobre la marcha. Esa forma de escribir termina en una narración caprichosa, ardua de leer, donde los personajes se muestran erráticos y, lo peor de todo, aburrida (a fuerza de peripecia inconducente, personajes antipáticos y falta de ritmo).

Para los relatos de largo aliento se necesita una estrategia, un tono o al menos una idea de lo que se quiere narrar que pueda servir como esqueleto. Por otra parte, yo sabía que uno de mis puntos flojos era (¿es?) el manejo de los personajes. Sabiendo mis limitaciones, el horizonte empezó a achicarse, resolviendo por decantación la cuestión del narrador y del punto de vista. No sería una novela coral (con muchas voces). Tendría un único protagonista, que también sería el narrador (estaría contado en primera persona). Esto último vino también de arrastre de “Demasiado tiempo”. Era importante que el protagonista mostrara sus impresiones ante lo extraño.

Para facilitarme las cosas, además, decidí que la voz del personaje (al menos inicialmente) sería la mía. Le di incluso mi profesión: periodista. Ese protagonista (un tipo común con la formación intelectual necesaria como para abordar criteriosamente la cuestión de las estelas) entraría al pueblo e iría descubriendo de a poco lo que allí sucedía. Esa estrategia narrativa me permitiría incorporar de a poco las diferencias respecto del universo conocido, acumulativamente, creando situaciones para explotarlas de a una, o de manera conjunta, cuando fuera el caso. De esa forma, evité sentirme abrumado, y tampoco abrumaría al lector con el impacto directo de un universo totalmente extraño a su experiencia.

Con todo, esta clase de abordaje exigía que yo viera a través de los ojos del protagonista. De más está decir que pasé muchas horas (días, meses) “viviendo” en Trascendencia. Pero además, ese abordaje en particular me permitía jugar con una clase de estructura narrativa que fue transitada muchas, muchas veces. Su eficacia está bien probada.

La primera vez que escuché sobre El héroe de las mil caras (psicoanálisis del mito) de Joseph Campbell, y sobre “la aventura del héroe” (o “el camino del héroe”) fue en una clase del guionista y escritor argentino Jorge Garayoa. Campbell descubrió que este patrón narrativo se repetía en numerosos mitos de diversas culturas. Con el tiempo, aprendí que también fue usado en muchos textos (desde guiones cinematográficos hasta novelas). Películas como Toy Story, En busca del destino o La guerra de las Galaxias, y en novelas como El Señor de los Anillos o El juego de Ender emplearon este esquema (hasta en los Evangelios, si vamos al caso). Todas estas historias tiene factores en común: el rito de pasaje, el viaje iniciático (a veces físico y espiritual, a veces meramente psicológico), la superación de pruebas, el regreso con el don (o el regreso del héroe transformado).

Campbell distingue diecisiete fases típicas en esta clase de narraciones. Sin embargo, no todas son relevantes para todas las historias. Algunas pueden aparecer sublimadas, fusionadas, o no aparecer en absoluto. Resumo entonces:

  1. El héroe está en el mundo que les es familiar y recibe un llamado. Este llamado puede llegar en forma de descubrimiento (hay algo más que este mundo que conozco, “el pueblo” me queda chico), de afrenta, de desafío, o de problema a resolver, pero siempre implica abandonar el mundo que conoce.
  2. En un principio, el héroe se muestra reticente, rechaza ese desafío. Él está bien así, ¿para qué cambiar?
  3. Alguien, o algo, lo empuja o lo convence para que acepte el llamado. En algunos casos, ese “mentor” lo prepara para el desafío. Ese mentor personifica la fuerza del destino.
  4. Cruce del primer umbral. El héroe entra a ese mundo extraño y amenazante. Campbell dice: “Con las personificaciones de su destino para guiarlo y ayudarlo, el héroe avanza en su aventura hasta que llega al ´guardián del umbral´ a la entrada de la zona de la fuerza magnificada. (…) Detrás de ellos está la oscuridad, lo desconocido y el peligro…”
  5. En ese nuevo mundo, el héroe encontrará aliados, deberá superar pruebas físicas, psicológicas, emocionales) y enfrentar nuevos enemigos. También deberá aprender las reglas del nuevo mundo si quiere tener éxito en todas esas cuestiones.
  6. La apoteosis. Es el desafío supremo. De alguna forma, al superar esta prueba, el héroe alcanza un estado superior al del resto de sus congéneres. Es un momento de muerte y resurrección simbólicas (o reales) del héroe.
  7. De esta prueba máxima, el héroe o bien obtiene el favor de los dioses, o bien logra quitarles algo, o bien sale trasformado. Y dotado de este poder podrá regresar con los suyos.
  8. Si no obtuvo ese trofeo por las buenas, será perseguido y deberá ponerse a salvo. Si no puede huir, al menos deberá conciliar con esas fuerzas amenazantes.
  9. El regreso (real o simbólico) del héroe, ya transformado, a su pueblo. Aquí se da la resolución del llamado (el héroe regresa con un nuevo poder necesario, o con la cura, o la magia, o el trofeo, o ha vengado la afrenta).

Desde luego, si bien “La ruta a Trascendencia” empieza siguiendo esta estructura (y después, releyendo a Campbell, me sorprendió descubrir cuánto, sobre todo en la primera parte), no se ajusta plenamente a ella, o al menos no literalmente. Existen dos motivos: el primero es que los personajes suelen elegir sus propios destinos; el segundo es que, en el proceso de corrección de la novela, encontré una metáfora unificadora muy poderosa (algo que estaba ahí y yo no había visto), y fue esa metáfora la que dirigió (incluso sin que yo lo advirtiera) el desenlace.

Dejo al lector el juego de trazar paralelos entre “La ruta…” y el camino del héroe de Campbell, hasta donde sea posible hacerlo, claro.

La seguimos luego.

22 de septiembre de 2009

Interludio 2: Metáforas, como piedras angulares del universo

Resultó sumamente enriquecedora la entrevista que el periodista Claudio Martyniuk le realizó al profesor de la Universidad Española a Distancia, el filósofo y matemático Emmanuel Lizcano (“Nuestra matemática tiene que ver con cómo entendemos el mundo”, Clarín, 20 de Septiembre de 2009, sección Zona, p. 36 y 37). Desgraciadamente, hasta donde pude verificar, no está disponible en línea.

Después de leerlo una vez, me di cuenta de que lo que Lizcano decía era relevante para la creación de universos, en el sentido de intentar pensar como el otro (el alienígena). De crear metáforas nuevas para interpretar el universo (las metáforas que usaría una cultura no humana, o la que usarían humanos de realidades distintas a la nuestra), y de concebir y desarrollar el universo teniendo en cuenta (o partiendo desde) estas diferencias con nuestras propias metáforas fundacionales. Hace algunos posts veíamos esto maravillosamente graficado en un cuento de Ted Chiang.

Cito algunas partes de la entrevista:

—¿Por qué le interesa comparar la matemática occidental con la china?
—Porque hay diferencias enormes. Una, básica, es que la nuestra está fundada sobre la metáfora de la extracción. Y por eso la matemática europea hasta el siglo XVIII se atrancó al no resolver el problema que constituyen los números negativos, porque a base de extraer o sacar de donde hay, como mucho se puede llegar a vaciar aquello que había, y resultaba inconcebible seguir extrayendo para llegar a generar lo negativo. El matemático griego y el moderno pensaron en cómo si se tienen 4 piedritas se quitan 3, pero el problema es cómo si tengo 3 piedritas puedo quitar 4, algo que no hay manera de resolver desde la metáfora de quitar o sustraer.

—¿Cómo lo resolvieron los chinos?
—Los chinos enfrentaron el problema desde una metáfora muy distinta, que es la de oposición. En vez de trabajar con piedritas lo hacen con palillos, que son los mismos palillos con los que comen y se arreglan el pelo. Tienen palillos rojos y negros; van emparejando palillos de un color y de otro, y proceden a la destrucción mutua. Un rojo con un negro se emparejan y se destruyen mutuamente. Entonces, si la operación es 3 menos 4, lo que hacen es tomar 3 rojos y 4 negros, los enfrentan, se destruyen mutuamente y lo que queda es un negro: menos uno. De la manera más “natural”, el menos uno se obtiene con la misma simplicidad que el más uno, porque la metáfora de fondo no ha sido la extractiva, sino la de emparejamiento de opuestos que interactúan.


Lizcano sostiene que esta concepción de las matemáticas parte de la mitología (o la concepción del universo) que tiene los chinos: “(…) si todo el universo tiene su lado ying y su lado yang, ¿por qué iban a dejar de tenerlo las matemáticas? Entonces, desde la mitología, el número es intrínsecamente ya positivo y negativo”.

Otro ejemplo que cita Lezcano es la manera en que se cuenta, y lo grafica con algunos choques culturales:

En el nordeste brasileño, cuando llegaron los franceses con su espíritu ilustrado, se originó la Revolución de los Quiebrakilos: la población se levantó contra el kilo. Claro, el kilo es una unidad arrasadora, da lo mismo de qué trate el kilo, todo lo unifica. En España, por ejemplo, que para mí en ese sentido sigue siendo deliciosamente tercermundista, hay unidades de medida y superficie como el carro. Uno puede tener un terreno de 10, 20 o 5 carros. Yo me sorprendí cuando vi un terreno de 20 carros en un sitio era más pequeño que el de 5 carros en otro lugar. El carro es la cantidad de hierba que hay que cortar en un terreno para llenar un carro. Entonces depende de la cualidad del terreno: si el terreno está en el valle, la hierba crece más, con lo cual el carro se llena antes; en la ladera de la montaña apenas crece la hierba y hace falta mucha extensión de superficie para llenar el carro. Entonces, son unidades de medida donde la calidad determina la cantidad. Calidad y cantidad son discernibles. El sistema métrico decimal no lo discierne, lo unifica. Tres metros cuadrados son tres metros cuadrados, al margen de la calidad del terreno.

Las metáforas, según Lizcano, determinan la forma en que vivimos el tiempo y habitamos el espacio.

Escuchemos cómo habla la gente y cómo el tiempo se manifiesta en el lenguaje corriente. Encontramos distintas familias de metáforas. Unas que hablan de “eso que has hecho es una pérdida de tiempo”, o “la de tiempo que he invertido en esta relación”. Hablamos del tiempo como si fuera dinero: lo ganamos, lo perdemos, lo ahorramos, lo invertimos. Vivimos el tiempo como un recurso escaso. Y esto también da una dimensión importante de las metáforas, que es la emotiva, ya que nos genera la misma angustia perder tiempo que perder dinero…

Este trabajo antropológico de Lizcano sobre las metáforas y las matemáticas, que se ha cristalizado en libros como Imaginario colectivo y creación matemática (de 1993), Metáforas que nos piensan - Sobre ciencia, democracia y otras poderosas ficciones (Biblos, 2009, y también disponible en su edición de 2006 bajo licencia Creative Commons), nos dan una perspectiva original y enriquecedora que sería bueno incorporar a la hora de crear universos.

16 de septiembre de 2009

Interludio: El lenguaje poético

En “Sobre ladrillos y coordenadas” jugábamos con la idea de usar las palabras como coordenadas de un mapa que e lector recorrerá a medida que avanza en su lectura. Siempre pensé que la elección de las palabras en un relato, incluso la elección de un tono o de una poética, estaba relacionada con la estrategia de situar al lector en un determinado espacio (un tiempo, un lugar, un determinado nivel de conocimiento, un estado particular del alma a la hora de generar empatía con situaciones y personajes).

El encuentro “La voz propia”, organizado este año en el MALBA por Elsa Drucaroff, me dio la oportunidad el pasado 9 de Septiembre de contrastar esta forma de entender el lenguaje y las palabras con la visión de la escritora, poeta y ensayista María Negroni (foto), quien ganó recientemente el Premio Universidad de Sinaloa – México / editorial Siglo XXI, por su ensayo Galería fantástica. Negroni está dando por estos días en el MALBA un seminario sobre literatura fantástica, donde profundiza dicho ensayo.

Consultada sobre la idea del lenguaje y las palabras como herramientas para situar al lector allí donde el escritor lo desea, ella ensayó un abordaje diferente:

Creo que al escribir, más que una estrategia de situar al lector en algún lado, hay una estrategia de perderse uno mismo. La estrategia de correrse de lo que uno sabe, y de bancarse eso. No sé si es perderse: desubicarse o desorientarse. A mí me gusta la idea (sacada del fútbol) de desmarcarse.

El instrumento que usamos es el lenguaje, pero ese instrumento viene armado. Llega con todo el peso de la costumbre y de lo convencional. Es fundamental para alguien que escribe empezar a correrse del eso, a desarticularlo, a desarmarlo. Más que pensar en cómo se va a deslumbrar o asombrar al lector, el trabajo es hacia adentro.

Negroni no concibe la escritura sin ese corrimiento. “En todo escritor verdadero, en mi opinión, hay una conciencia del lenguaje. Hay una conciencia de que su instrumento es el lenguaje. No está contando una historia sin esa conciencia”. Y esto está íntimamente relacionado con la poesía, a la que define como “una especie de reaseguro contra el pensamiento autoritario. La poesía es el género de la literatura que tiene más conciencia de la indecibilidad de lo real”. A través de ese corrimiento y de esa articulación, la poesía (y el lenguaje poético) pueden “tocar eso que no se puede tocar”, entiende Negroni.

Leyendo su ensayo Museo negro, dónde Negroni traza lúcidas (y poéticas) reflexiones sobre la novela gótica, los castillos y los monstruos tradicionales, vinculándolos de manera original con la poesía, las ficciones clásicas y modernas, y hasta el cine de ciencia-ficción, esta búsqueda expresiva de la escritora es aún más evidente.

Y entonces me encontré ante la desafío de entender en qué contextos (o bajo qué paradigmas) mis afirmaciones y las de Negroni debían ser entendidas. Fue ahí que empecé a desvariar. Lo que sigue es el fruto de ese sinsentido.

Mi manía de poner todo en cajitas y clasificar (al menos desde el punto de vista de las ideas, mi hogar es testigo de que no llevé esa obsesión al mundo físico), me llevó a intentar una explicación un poco más arriesgada. Accidentalmente tropecé con el artículo “Partículas, campos… y Picasso”, de Aberto Clemente de la Torre (revista Ciencia Hoy, Agosto-Septiembre de 2009). Y terminé acudiendo a la Física para complicar un poco más las cosas.

Entendí que la cuestión era contraponer mi versión clásica, o newtoniana, del lenguaje, que tiene relaciones largamente establecidas entre las palabras y los significados (que si bien no son biunívocas, al menos son bastante abordables y discretas), contra un lenguaje de índole cuántico, donde las palabras (al igual que los electrones y los fotones en Física Cuántica, que se comportan como ondas o partículas indistintamente) tienen múltiples sentidos, e incluso dentro de una misma frase pueden expresar más de una naturaleza.

En el artículo mencionado dice acerca de la “partícula cuántica”, en contraposición con la “partícula clásica”:

La descripción que la mecánica cuántica hace de lo que clásicamente llamaríamos "una partícula", por ejemplo un electrón, debe contener las características duales de mostrar aspectos típicos de las ondas y también aspectos típicos de las partículas. La teoría describe la partícula brindando una función de distribución de los posibles valores de posición que podemos observar para la partícula.

En otras palabras, la partícula es aquí una entidad difusa, que sólo puede describirse a través de una función probabilística. Esa función determina un máximo, que indica la posición más probable de la partícula, pero también una dispersión o indeterminación. Algo similar se puede decir de la velocidad o cantidad de movimiento de la partícula. Según el principio de incertidumbre de Heisenberg, querer acotar esa indeterminación para ambas variables (posición y velocidad) es imposible.

Negroni considera que la realidad es indecible (imposible de describir con palabras). Que a través del un uso contraconvencional del lenguaje, que es otra forma de hablar de lo poético, se puede “tocar eso que no se puede tocar”. La palabra se convierte así en una entidad difusa, cuyo sentido sólo puede ser abordado a través de una especie de función de distribución que le asigna múltiples estados dentro de un campo de significado. Es en esa indeterminación, supongo, que la palabra puede ganar eficacia en su cometido de hablar de lo real.

Esto no significa que yo vaya a renunciar a mi lenguaje newtoniano, es completamente funcional a mis propósitos. Pero ciertamente estas cosas le dan contexto a un mar de posibilidades, en el cual yo apenas había mojado los pies.

10 de septiembre de 2009

El revés de la trama I: Demasiado tiempo

Éste es el primer post relacionado con el origen de “La ruta a Trascendencia” (LRAT), pero la historia empieza bastante antes de siquiera imaginar la novela corta. Casi una década antes. Y comenzó con esta especulación ociosa:

Desde el punto de vista de la línea de tiempo, los seres humanos somos un punto que se desplaza desde el pasado hacia el futuro. En la línea de tiempo no tenemos extensión, somos instantáneos. Pero eso no nos pasa en las dimensiones espaciales: tenemos extensión a lo largo, a lo ancho y a lo alto. La pregunta se cae de madura: ¿Qué pasaría si tuviéramos extensión también en la dimensión Tiempo?

Esa pregunta fue la que inspiró el cuento “Demasiado tiempo”, publicado en Axxón nº33 (1992). El ejercicio que hice entonces fue suponer la existencia de un hombre que tiene una extensión en la línea de tiempo. Digamos cinco días. Ya no es un punto, sino un segmento que avanza en la línea de tiempo. Ese señor tiene una conciencia repartida en los infinitos instantes que hay entre, digamos, el martes y el sábado próximo siguiente. Y todas esas conciencias avanzan al unísono (al día siguiente, esa persona tendrá conciencia de lo que pasa entre el miércoles y el domingo). Su cuerpo vive en toda la extensión del segmento temporal de cinco días. Y por “vive”, quiero decir que percibe (oye, ve, huele, siente, gusta) y hasta eventualmente podría interactuar con objetos y cosas del pasado y del futuro. En él no hay unidad de tiempo, pero tampoco de espacio (para que hubiera unidad de espacio debería quedarse quietito en el mismo sitio a lo largo de cinco días).

Puede ser un personaje muy interesante para retratar pero, desde el punto de vista literario, me parecía inabordable. No encontraba la forma de contarlo. La razón, creo, es bastante simple: la literatura desarrolla el discurso en forma secuencial. Podemos alterar el orden en que contamos las cosas, pero siempre va una detrás de la otra. Aunque contemos hechos simultáneos, necesitamos hacerlo en secuencia, y luego debemos hacer la salvedad de que suceden al mismo tiempo. La radio puede superponer voces, los cuentos y las novelas no.

Así que, en aras de la legibilidad, necesitaba una solución de compromiso. No podía tomar los infinitos puntos del segmento, tenía que transformar ese continuo de existencia a lo largo de la línea temporal en algo discreto. Ahí nacieron las estelas. La existencia de mi personaje entonces seguiría siendo puntual, pero en varias partes de la recta temporal.

En este orden, resultaba práctico que mi personaje estuviera anclado al presente (como el resto de la humanidad), pero que también tuviera “existencias” (o estelas) en varios puntos del pasado y del futuro. La estela del presente (el eje) sería la que podría interactuar con el narrador del cuento en el tiempo subjetivo en que el cuento se iba desarrollando.

Aquí vale la pena contar algo que me pasó muchos años después, leyendo la antología Cuentos fantásticos argentinos, de Nicolás Cócaro (se editó en 1960, pero el año pasado el sello Booklet de Editorial Planeta lo reeditó). Yo creía que había sido original con las estelas, pero no. Manuel Peyrou, en su cuento “Pudo haberme ocurrido” ya las había usado. En su relato (anterior a 1960), Peyrou usa las estelas de una manera diferente, pero el principio de funcionamiento es muy similar. Otro detalle igualmente anecdótico: por esas casualidades, el personaje que vive extensamente en el tiempo dentro de mi cuento se llama Manuel, como Peyrou.

Hay dos maneras de escribir relatos como éste, cuyo universo (distinto de la realidad cotidiana) se construye sobre un elemento disruptivo, de orden científico o tecnológico. La primera es la proyección: tomamos una tecnología o un eventual descubrimiento científico y especulamos sobre sus consecuencias. La segunda (y muchos discutirán si es o no es ciencia-ficción) es construir el universo, plantar las diferencias con nuestra realidad cotidiana, y figurarse luego cómo pudimos llegar hasta ahí. O al menos dar unos indicios. Yo elegí este segundo camino. Vale decir: la razón de las estelas no tiene nada que ver con la Física, es una decisión inherente a la narración. Y para justificarlas apelé a leyes físicas extrañas, máquinas que trabajaban con alta energía y altas frecuencias, y al pacto de suspensión de la incredulidad que un texto de CF siempre establece con sus lectores.

En su explicación, Manuel dice:

“La disgresión temporal debió hacerse a una energía muy elevada y continua. Lo primero es imposible, no dispongo de tanta energía pura. Lo segundo tampoco es posible en la práctica, deben usarse pulsos de muy alta tensión a frecuencia muy alta. La falta de energía continua originó la aparición de estelas temporales. La máxima energía que pude lograr, lejos de ser infinita, sólo me permitió una trascensión de cinco días...”

Con este discurso pseudocientífico intenté que el lector evitara hacerse preguntas sobre cómo se había llegado al nuevo estado de las cosas, validando (espero) los cambios respecto de la realidad cotidiana. También imaginé un montón de cosas para darle coherencia interna a la configuración de las estelas, aunque no lo haya escrito. Por ejemplo, el hecho de que las primeras estelas fueran “más intensas” que las siguientes, del mismo modo que, en acústica, la frecuencia fundamental es más intensa que sus armónicas, y las últimas armónicas son prácticamente inaudibles (efecto de amortiguación). Esto se ve mejor en LRAT, donde, por ser un relato más extenso, tuve que hilar mucho más fino en las justificaciones.

Con todo, lo que debo rescatar es que, hasta aquí, sólo hubo diseño del universo donde se iba a relatar el encuentro entre esos dos amigos (Manuel y el narrador). Esa historia es la que le da sangre al cuento. Si no ahondo más aquí es porque ese material no fue utilizado en LRAT. Con todo, si llegué a escribir esa novela corta fue porque descubrí, luego de hablar con quienes leyeron el cuento una vez publicado en Axxón, que tanto la historia “humana” como el telón de fondo habían sido poco explotados. Yo había terminado abruptamente el cuento justo en el momento en que las cosas se ponían interesantes.

La seguimos luego.

31 de agosto de 2009

El método

Por ventura encontré entre las cajas de la mudanza la media colección de las revistas Puro Cuento, y el número 27 (Marzo-Abril de 1991) reproduce el ensayo “Filosofía de la composición” de Edgar Allan Poe, publicado en 1846. En él se explica de manera metódica y racional el origen y el método de composición del célebre poema “El cuervo”, publicado un año antes.

Pueden encontrar una versión en español de ese ensayo aquí (las traducciones del poema, lógicamente, no pueden hacerle justicia) y el original en inglés aquí.

En ese ensayo, dice Poe sobre el relato en general:

Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.

Y luego establece, a propósito de cuento en particular:

A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?

Más adelante Poe se dedica a describir su modus operandi para crear “El cuervo”.

Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.

El escritor pasa minuciosa revista a las consideraciones que debió tener en cuenta, algunas de las cuales encastran como inferencias lógicas sobre sus precedentes. Para seguir estas inferencias, conviene leer el artículo. Un sumario de tales consideraciones incluye:

  1. La intención al crear el poema (“escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico”).

  2. Su dimensión (decide que debe ser leído en una sesión para conservar el efecto, unos cien versos).

  3. El efecto y el tono (la belleza a través de un tono melancólico).

  4. Un eje en derredor de cual gira la composición de este poema, se refiere a un recurso técnico (elige el estribillo, o frase repetitiva).

  5. La elección de las palabras de ese estribillo (“nevermore”).

  6. ¿Quién puede decir esa frase una y otra vez? (una criatura que no razonara, pero dotada del palabra; desecha el loro, elige el cuervo).

  7. ¿Cuál de todos los temas melancólicos (punto 3) es el más relevante y universal? (la muerte, y particularmente si se la alía con la belleza: la muerte de una mujer hermosa).

  8. El protagonista (“…queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro”).

  9. La estructura de la narración (preguntas del amante que el cuervo responde con el estribillo).
  10. El final (la última de las preguntas, la más dramática, la culminación de un crescendo de preguntas). En este punto empieza a escribir.

  11. Decisiones finales sobre la estructura del poema (ritmo, métrica, extensión y la disposición general de la estrofa, “así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico”).

  12. Decisiones sobre la relación entre los personajes y las acciones.
La primera intención de este post era intentar validar una parte de este método para la creación de un cuento (me refiero a la metódica elección de la intención, el efecto, el tono, la longitud, el eje, etc.). Sin embargo, siempre dudé de la sinceridad de Poe a la hora de explicar cómo se originó “El cuervo”. De la forma en que presenta las cosas, pareciera que no hay espacio para la intuición y la inspiración (y aquí no hablo de intervenciones de las musas, sino de procesos que no surgen de la lógica estricta, de combinaciones y conclusiones cuya naturaleza no está al alcance de la conciencia). Me parecía un contrasentido tanta lógica inductiva en un ámbito como el de la poesía.

La primera vez que leí este ensayo pensé en la mente extraordinariamente metódica que tuvo Poe. Pero con el tiempo terminé por desconfiar de esa capacidad, o al menos de que la usara de esta forma. Me inclino hoy a pensar (y ésta es una presunción mía, abierta a refutación) que mucho de este razonamiento fue elaborado a posteriori, como un modo de validar algunas estructuras e imágenes surgidas de la intuición y de la inspiración (en otras palabras, surgidas ¡vaya uno a saber cómo!).

Entonces parece válido preguntarse: si fue un razonamiento a posteriori (repito, es una hipótesis), ¿es válido (o valioso) este razonamiento?

La respuesta a esa pregunta fue “inspirada” por mi amigo y colega Pablo Wahnon. Pablo es un estudioso de la Semiótica y en particular de Peirce. En este paper, presentado en la Jornada “Peirce en Argentina” (Septiembre de 2004), propone una “Teoría semiótica de la confusión”. En una de sus conclusiones, resalta:

Las confusiones actúan como una mutación o Clinamen (en el sentido de Lucrecio [de desvío o inclinación]) para brindar en forma espontánea nuevas interpretaciones que no se pueden llevar a cabo (o se hace de una forma más intrincada o muy poco frecuente) sólo por inferencias. Así, las confusiones inducen espontaneidad en el tejido semiótico. Recordemos que, para Peirce, “la espontaneidad es la esencia de la actividad intelectual; proporciona la discontinuidad entre pasado y futuro en la que algo nuevo puede surgir”.

Sospecho que este grado de discontinuidad (esta espontaneidad) es de una naturaleza muy similar a la que ofrecen los procesos menos asequibles de la inspiración y la intuición. Y digo “menos asequibles”, porque de ser cierta mi hipótesis sobre el método de Poe, queda claro que es posible arribar a las mismas consideraciones poéticas de un modo inductivo.

Pero existe una salvedad: inspiración e intuición son procesos irrepetibles e incomunicables, y a la postre inútiles como experiencia. En cambio el método de validación de las decisiones tomadas sobre “El cuervo”, ese razonamiento a posteriori que en su ensayo Poe instaló como método de composición, sí resulta comunicable y más al alcance de la experiencia.

Prefiero pensar qué en lugar de decirnos cómo llegó a escribirse “El cuervo” (la filosofía de su composición), Poe nos está diciendo porqué terminó siendo así (la filosofía de la corrección o del pulimento del poema).

“¿Y a qué viene tanta consideración pseudo-erudita?”, dirán ustedes. Es que en los posts que vendrán (no sé si inmediatamente después que éste, ni sé si habrá que esperar semanas o meses, pero ténganme fe), intentaré contar y desentrañar de qué manera se compuso mi novela corta “La ruta a Trascendencia”.

Tal vez peque de algún razonamiento a posteriori. Escribí todo esto para justificarme.


(Ilustración para “El cuervo”·de Gustav Doré, para la línea: “Not the least obeisance made he.”)