31 de agosto de 2009

El método

Por ventura encontré entre las cajas de la mudanza la media colección de las revistas Puro Cuento, y el número 27 (Marzo-Abril de 1991) reproduce el ensayo “Filosofía de la composición” de Edgar Allan Poe, publicado en 1846. En él se explica de manera metódica y racional el origen y el método de composición del célebre poema “El cuervo”, publicado un año antes.

Pueden encontrar una versión en español de ese ensayo aquí (las traducciones del poema, lógicamente, no pueden hacerle justicia) y el original en inglés aquí.

En ese ensayo, dice Poe sobre el relato en general:

Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.

Y luego establece, a propósito de cuento en particular:

A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?

Más adelante Poe se dedica a describir su modus operandi para crear “El cuervo”.

Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.

El escritor pasa minuciosa revista a las consideraciones que debió tener en cuenta, algunas de las cuales encastran como inferencias lógicas sobre sus precedentes. Para seguir estas inferencias, conviene leer el artículo. Un sumario de tales consideraciones incluye:

  1. La intención al crear el poema (“escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico”).

  2. Su dimensión (decide que debe ser leído en una sesión para conservar el efecto, unos cien versos).

  3. El efecto y el tono (la belleza a través de un tono melancólico).

  4. Un eje en derredor de cual gira la composición de este poema, se refiere a un recurso técnico (elige el estribillo, o frase repetitiva).

  5. La elección de las palabras de ese estribillo (“nevermore”).

  6. ¿Quién puede decir esa frase una y otra vez? (una criatura que no razonara, pero dotada del palabra; desecha el loro, elige el cuervo).

  7. ¿Cuál de todos los temas melancólicos (punto 3) es el más relevante y universal? (la muerte, y particularmente si se la alía con la belleza: la muerte de una mujer hermosa).

  8. El protagonista (“…queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro”).

  9. La estructura de la narración (preguntas del amante que el cuervo responde con el estribillo).
  10. El final (la última de las preguntas, la más dramática, la culminación de un crescendo de preguntas). En este punto empieza a escribir.

  11. Decisiones finales sobre la estructura del poema (ritmo, métrica, extensión y la disposición general de la estrofa, “así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico”).

  12. Decisiones sobre la relación entre los personajes y las acciones.
La primera intención de este post era intentar validar una parte de este método para la creación de un cuento (me refiero a la metódica elección de la intención, el efecto, el tono, la longitud, el eje, etc.). Sin embargo, siempre dudé de la sinceridad de Poe a la hora de explicar cómo se originó “El cuervo”. De la forma en que presenta las cosas, pareciera que no hay espacio para la intuición y la inspiración (y aquí no hablo de intervenciones de las musas, sino de procesos que no surgen de la lógica estricta, de combinaciones y conclusiones cuya naturaleza no está al alcance de la conciencia). Me parecía un contrasentido tanta lógica inductiva en un ámbito como el de la poesía.

La primera vez que leí este ensayo pensé en la mente extraordinariamente metódica que tuvo Poe. Pero con el tiempo terminé por desconfiar de esa capacidad, o al menos de que la usara de esta forma. Me inclino hoy a pensar (y ésta es una presunción mía, abierta a refutación) que mucho de este razonamiento fue elaborado a posteriori, como un modo de validar algunas estructuras e imágenes surgidas de la intuición y de la inspiración (en otras palabras, surgidas ¡vaya uno a saber cómo!).

Entonces parece válido preguntarse: si fue un razonamiento a posteriori (repito, es una hipótesis), ¿es válido (o valioso) este razonamiento?

La respuesta a esa pregunta fue “inspirada” por mi amigo y colega Pablo Wahnon. Pablo es un estudioso de la Semiótica y en particular de Peirce. En este paper, presentado en la Jornada “Peirce en Argentina” (Septiembre de 2004), propone una “Teoría semiótica de la confusión”. En una de sus conclusiones, resalta:

Las confusiones actúan como una mutación o Clinamen (en el sentido de Lucrecio [de desvío o inclinación]) para brindar en forma espontánea nuevas interpretaciones que no se pueden llevar a cabo (o se hace de una forma más intrincada o muy poco frecuente) sólo por inferencias. Así, las confusiones inducen espontaneidad en el tejido semiótico. Recordemos que, para Peirce, “la espontaneidad es la esencia de la actividad intelectual; proporciona la discontinuidad entre pasado y futuro en la que algo nuevo puede surgir”.

Sospecho que este grado de discontinuidad (esta espontaneidad) es de una naturaleza muy similar a la que ofrecen los procesos menos asequibles de la inspiración y la intuición. Y digo “menos asequibles”, porque de ser cierta mi hipótesis sobre el método de Poe, queda claro que es posible arribar a las mismas consideraciones poéticas de un modo inductivo.

Pero existe una salvedad: inspiración e intuición son procesos irrepetibles e incomunicables, y a la postre inútiles como experiencia. En cambio el método de validación de las decisiones tomadas sobre “El cuervo”, ese razonamiento a posteriori que en su ensayo Poe instaló como método de composición, sí resulta comunicable y más al alcance de la experiencia.

Prefiero pensar qué en lugar de decirnos cómo llegó a escribirse “El cuervo” (la filosofía de su composición), Poe nos está diciendo porqué terminó siendo así (la filosofía de la corrección o del pulimento del poema).

“¿Y a qué viene tanta consideración pseudo-erudita?”, dirán ustedes. Es que en los posts que vendrán (no sé si inmediatamente después que éste, ni sé si habrá que esperar semanas o meses, pero ténganme fe), intentaré contar y desentrañar de qué manera se compuso mi novela corta “La ruta a Trascendencia”.

Tal vez peque de algún razonamiento a posteriori. Escribí todo esto para justificarme.


(Ilustración para “El cuervo”·de Gustav Doré, para la línea: “Not the least obeisance made he.”)

16 de agosto de 2009

Universos leves

Esta reseña de Pájaros en la boca de Samanta Schweblin fue publicada en Axxón a mediados de Julio de 2009. La traigo a colación porque es una manera de crear universos que he visto en muchos escritores argentinos que visitan de tanto en tanto el género fantástico.

------------------------------------------------------------------------------

Hace poco más de un año, Elsa Drucaroff publicaba en Axxón n°186 un análisis de la figura y de algunas particularidades en la obra de Samanta Schweblin, con foco en el cuento “Hacia la alegre civilización de la capital” (en El núcleo del disturbio. Editorial Destino, Buenos Aires, 2002). Este extenso trabajo de acercamiento a la autora y de contextualización me exime de la tarea de ahondar más. Sólo agregar que el libro de Schweblin ganador de la edición 2008 del premio Casa de las Américas, cuyo título fuera La furia de las pestes, terminó transformándose para la edición de Emecé en Pájaros en la boca, y es la obra que nos ocupa.

Título: Pájaros en la boca
Autor: Samanta Schweblin
Editorial: Emecé
Buenos Aires, 2009


El volumen está compuesto por quince cuentos, muchos de los cuales fueron apareciendo en páginas Web, diarios (como por ejemplo Perfil, revistas (por ejemplo Mil mamuts) y antologías (como La joven guardia. Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 2005).

Es interesante detenerse en los universos narrativos que la autora despliega en una decena o poco más de páginas, que es la extensión en promedio de sus relatos. No son universos altamente estructurados, como los que podríamos esperar de un autor de género (ciencia ficción o fantasía). Pongamos por caso Ted Chiang, en los relatos de La historia de tu vida, o el mismo Bioy Casares con cuentos como “El calamar opta por su tinta”, “La trama celeste” o incluso La invención de Morel. En todos estos casos hay un esfuerzo por dotar de consistencia ese universo narrativo. Y aquí no me refiero a darle verosimilitud o credibilidad, sino a echar mano de mecanismos de justificación y naturalización de esos universos, que terminan haciéndolos tangibles.

Un poco más cerca de la tradición de Julio Cortázar —compartida por varios de sus contemporáneos, como Pedro Mairal en algunos de sus cuentos—, Schweblin elige delinear universos leves, anclados en el surrealismo. Esto no significa que las historias sean leves. Schweblin consigue que rápidamente el lector ingrese en la historia y lo lleva, como en una montaña rusa, a través de las preocupaciones y vicisitudes de los protagonistas. No se trata aquí de personajes comunes que enfrentan (en el sentido de oposición y lucha) situaciones kafkianas o fantásticas. El nivel de contraste es mínimo, y es el lector quien acusa el efecto. En la mayoría de los casos, los personajes son atrapados por estas realidades alteradas o alienantes, o se embarcan en proyectos fuera de la lógica que nos es familiar. Estos personajes aceptan o se adaptan a esta lógica onírica, e intentan resolver los eventuales conflictos partiendo desde esa base.

Las situaciones que Schweblin presenta en sus relatos son siempre frescas. En cierto punto, adictivas. En buena parte de los cuentos, la sorpresa es reemplazada por la originalidad del punto de partida. A menudo el lector descubre, incluso tempranamente, hacia dónde se dirige el relato, pero —como en la montaña rusa— lo interesante es la experiencia del viaje.

Y esas experiencias son variadas: desde el surrealismo poético e inquietante de “Mariposas”, a las situaciones perturbadoras y viscerales de “Irman” o “Pájaros en la boca”, pasando por derroteros un poco más elaborados, como los de “Mi hermano Walter”, “La medida de las cosas” o “Conservas” (es interesante comparar estos dos últimos relatos con El año del desierto, de Pedro Mairal, o Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, o incluso “El curioso caso de Benjamín Button”, de F. Scott Fitzgerald, y observar el tratamiento del fenómeno de la regresión). El factor común de los quince cuentos, y acaso el logro de Schweblin, es que en estos viajes a través de estas realidades alteradas se consigue iluminar algunos rincones del alma humana: rincones sombríos e inquietantes, donde la violencia y la capacidad de adaptación parecen estar a gusto.

Alejandro Alonso, para Axxón.

7 de agosto de 2009

Ficción: Planeta Argento

Los arqueocriptógrafos aseguran que en los registros de las cincuenta naves generacionales hay vagas referencias a una Tierra y a un estado conquistador que prevaleció sobre los demás. Los registros también sugieren que hubo una opción de exilio e independencia que los conquistadores ofrecieron a los conquistados. Un exilio estelar.

Los abuelos de nuestros abuelos aceptaron esa oferta. Construyeron naves, les pusieron nombres como Río
de la Plata, Mendoza, Caleuche, Favaloro, La Docta, Valderrama, Uqbar, La Ricotera, Maradó, Virgen de Itatí, Mafalda, Namuncurá, Santa Evita, Rosario, Sui Generis, G-Tango, El Che, El Eternauta, Sur…

Atravesaron cientos o tal vez miles de años luz a velocidades relativistas. Llegaron a este lugar y fundaron las nuevas ciudades.

Nadie sabe cómo fue el viaje. Las realidades neurovirtuales y las periódicas reclusiones criogénicas fracturaron las memorias electrónicas y biológicas. La tradición oral se encargó de borronear lo demás.

Pero los sobrevivientes conservaron su idiosincrasia. Ya es algo.

En la vieja Tierra, este mundo era sólo un bizarro código alfanumérico. Aquí le decimos
Planeta Argento.


Don Isidro y las pulgas
(Nueva Rosario – Protoverano del año 210 de la Era Planetaria)

No sé cómo llegué al service. Cuando desperté, el tordomec ya estaba revisándome el pie con el escáner de mano.
—¿Qué te pasó? —me preguntó con esa amabilidad falluta que tienen los tordomecs. Se llamaba Galíndez. Era bajito y pelado, pero así y todo parecía demasiado joven. Un pasante.
Los services estaban llenos de pasantes con poca o ninguna experiencia.
—No me acuerdo, hermano —le dije—. ¿Quién me trajo?
—¿Estabas cazando zancudos en la inundación? —insistió con aire paternal.
Estuve a punto de escupirle una excusa. ¿Qué carajo le importaba a él lo que yo estuviera haciendo en la inundación?
—Sí —admití—. Estaba cazando.
—Esto no es la Tierra. —En su boca de tordomec la frase hecha parecía recién acuñada—. Te arriesgaste mucho al salir del domo urbano. Con todos esos bichos sueltos…
—Sí, son fieros los zancudos. No sé cómo carajo hacen para caminar tan ligero con las cinco patas, pero cuando se juntan varios…
—Metiste el pie en una buchaca y tropezaste —aclaró—. Te fisuraste un dedo. Los bichos te cayeron encima y te envenenaron. Por suerte sólo dos aguijones traspasaron el traje. Tuviste suerte, Isidro. ¿Puedo llamarte Isidro? —Dejó de lado la sonrisa—. Te encontraron unos vizcacheros de la zona.
—En este planeta no hay vizcachas —repliqué. ¿Por quién me tomaba?—. Las vizcachas se quedaron en la Tierra.
—No hablo de esas vizcachas, Isidro.
Un bicho más para comer, pensé. Todos los días se aprende algo nuevo.
—¿Voy a estar bien? —pregunté.
—Sí, ya te purgamos el veneno. Ahora te voy a acomodar los huesos y te los voy a reparar.
El tordomec sonrió. No sé qué tenía de gracioso. Me dio una inyección que me alivió un poco el dolor. Pobre, a lo mejor sólo trataba de ser amable y ganarse el mango.
Después de retorcerme el dedo por un buen rato y pasarme varias veces el escáner, apoyó su maletín sobre mi pierna sana, lo abrió y sacó una pistola.
—Esperáte un cachito, hermano. ¿Qué me vas a hacer? —pregunté alarmado.
—¡No se asuste, amigo! Es una hipodérmica.
—Es la primera vez que me rompo el pie —me disculpé.
—Está fisurado nomás —dijo Galíndez—. Las nanopulgas te lo arreglan en un periquete.
Metió la mano en un estuche de cuero y sacó una ampolla plástica. “Geninfor Viric STD12”, decía. Debe haber visto mi cara de susto, porque empezó a explicarme:
—Programamos las nanopulgas usando un virus tallador. Las instrucciones están en el código genético redundante de las nanopulgas. El virus modifica la posición de las proteínas del código redundante y de esa forma les decimos a qué parte del cuerpo tienen que ir o qué procesos tienen que estimular para regenerar el tejido y sellar la fisura.
—Pasámelo en limpio, hermano. No entendí nada.
Galíndez me ignoró. Sacó otro frasco del maletín y lo abrió. Tenía una jalea oscura que apestaba a grasa grafitada. Separó un poco de gel con una cuchara diminuta.
—Acá van las nanopulgas —dijo. Metió la cuchara en un hueco de la pistola hipodérmica. Me quitó la ampolla y la insertó en un orificio cerca del gatillo—. La ampolla contiene los virus talladores.
Tecleó algo sobre el panel que el arma tenía en la culata.
—Listo, amigo —dijo, pero de pronto cambió de opinión—. Dejáme revisar algo…
Sin soltar la hipodérmica, tomó un handheld que tenía el logo del service y leyó con atención el display. Frunció el ceño, y adiviné unas gotitas de sudor en el cráneo lustroso.
Parecía contrariado.
—¿Va a doler? —pregunté.
Galíndez apoyó la pistola en el maletín.
—Y… sí —suspiró—. Te va a doler: acá dice que los accidentes fuera del domo no tienen cobertura. ¿Cómo pensás pagar el service?


Memorias del piquete
(Palermo Retro – Tercer invierno del 214 e.p.)

Don Isidro apoyó el vaso de quematripa en el mostrador del bar y le pidió al sistema de confort que le mostrara el periódico del día. La superficie del mostrador cambió su apariencia: del marrón veteado y lustroso del roble pasó al blanco sucio de las páginas del diario. Una camarita disimulada en el apoyavasos enfocó el rostro de Don Isidro. Era un chiste: ningún parroquiano había usado jamás un apoyavasos. Así, el sistema experto pudo reconocer a Don Isidro y los bots buscaron sólo los titulares que coincidían con ese perfil de lector.
El tipo de al lado se acercó un poco y leyó en voz alta el pie de una foto.
Los cesanteados del sector público desvían el tránsito de la autovía nueve.
El desconocido podría haber pedido su propio diario, venía con la bebida. Don Isidro supuso que el repentino interés por las noticias sólo era una excusa para desembuchar algún entripado. Se lo veía triste.
El tipo tenía más de cuarenta, era alto y bien parecido. Vestía un traje caro de casimir gris, sin solapas ni bolsillos, al estilo de los gerentes de banco. Leía fluida y musicalmente, cosa que a Don Isidro le llamó la atención. Parecía engolosinado con su propia voz, y un poco borracho también.
La actividad pública se redujo en un cuarenta por ciento.
—Tendrían que salir a buscarse la comida, como hago yo —protestó Don Isidro.
El ejecutivo se irguió, molesto por la interrupción. El cazador de zancudos le sostuvo la mirada.
—Es mi diario, son mis opiniones —desafió Don Isidro.
—Brindo por eso —dijo el tipo bajando la mirada y levantando el porrón de cerveza. Don Isidro percibió el aroma. Era cerveza de verdad.
—¿No le parece? —insistió el cazador.
—No sé. No me gustaría quedarme sin trabajo. Pero sí me gustaría que buscaran otra forma de protestar, que no molestaran a la gente que trabaja.
—Y a usted, ¿en qué lo joden? —preguntó Don Isidro.
De alguna manera, el tipo había hecho que Don Isidro cambiara de vereda: ahora estaba defendiendo a los piqueteros. Se mordió la lengua.
—Me joden —respondió el ejecutivo—, no vaya a creer. No me dejan pensar.
—No lo dejan pensar —repitió el cazador con sorna.
Pidió otro quematripa y pasó las páginas del diario sin mayor interés.
La columna piquetera de los tequis y los inges avanza hacia Plaza de Mayo para solidarizarse con los cesanteados —leyó el tipo—. ¡Los muy podridos!
—¿Cómo es eso de que no lo dejan pensar?
El tipo apoyó el índice en la sien derecha.
—Están ahí. Cada vez que pienso, cada vez que trato de recordar, es como si escuchara ruido blanco. No puedo.
—¡Aflojá con las anfetas, hermano! Te comen el coco…
El tipo se levantó el cabello detrás de la oreja, y le mostró a Don Isidro la interfaz neural y la pequeña antena que facilitaba la transferencia inalámbrica de información.
—Los miembros del directorio guardamos la memoria operativa en el data center del banco. Es una práctica de rutina. Usted no puede disfrutar de sus hijos si cada vez que los mira está pensando que el índice Lavagna bajó un seis por ciento.
—A mí me parece que es una imposición del banco —objetó Don Isidro.
—Sí, claro —admitió el ejecutivo—. Una forma de controlar la información. Si me pasara algo…
—Dios no lo permita…
—…o si renunciara, ellos podrían recuperar los datos. —El tipo sonrió—. Pero eso no es lo que le decimos a nuestras familias.
—Claro.
—Algunos, incluso, swapeamos.
—¿Lo qué?
El hombre se puso de pie y avanzó un paso para acodarse más cerca de Don Isidro. El taburete lo siguió.
—Tampoco queremos que los problemas familiares influyan en nuestro trabajo —explicó en voz baja—, así que intercambiamos memorias operativas. Cuando estamos en casa somos amorosos padres de familia, y al entrar en la oficina nos transformamos en gerentes de primera.
—Hijos de puta profesionales —replicó Don Isidro.
—Hacemos lo que tenemos que hacer. Lo quisiera ver a usted en mis zapatos.
Don Isidro asintió. Sabía que se hacían esas cosas.
El gerente extrajo un cigarrillo, pero Don Isidro le mostró el cartelito de la esquina del mostrador: “Cuide el oxígeno, no fume”.
—¿Tiene hijos? —preguntó el gerente, guardando el cigarrillo.
—No, vivo solo. ¿Usted?
—No sé.
Don Isidro se volvió. El gerente sacó un pañuelo y se secó una lágrima.
—Ya le dije, esos piqueteros no me dejan pensar. Trabajo en un banco público, ¿sabe? Los tipos se instalaron en el data center del banco y apagaron los sistemas de MemOp hasta que el conflicto se termine. No tengo memoria operativa.
El gerente guardó el pañuelo.
—Es más, creo que están metiendo basura para confundirnos, ruido nemónico. —Se llevó el dedo a la sien—. Están ahí, bloqueando los caminos neurales que me permiten recuperar mis memorias familiares. Hace tres días que soy gerente. No doy más.
Don Isidro le apoyó la mano en el hombro.
—Váyase a casa, hombre.
—¿Y que me vean así? —El gerente apretó el puño para golpear el mostrador, pero se contuvo—. Ni siquiera sé quién me espera. Imagínese, hoy podría ser el aniversario de casamiento con mi mujer, o el cumpleaños de mi hijo… o de mi hija. ¡Yo qué sé!
Don Isidro apagó el diario digital y pulsó algunos comandos sobre el mostrador. Apoyó una tarjeta plástica en la superficie lustrosa y el sistema se cobró los quematripas.
—Que te sea leve, hermano.
El hombre siguió hablando, estaba más allá del bien y de mal.
—No me quieren. ¡Qué me van a querer! Quieren al padre de familia. Los gerentes de banco no tenemos familia…


Don Isidro salva el día
(Peatonal Crucero Gral. Belgrano – Antiprimavera del 216 e.p.)

No sé de dónde salieron. Estaban ahí, acosando a los peatones para que donaran sus calcetines. El más simpático era bajito y rubio, sucio por donde se lo mirara: un pícaro de esos que imitan presidentes históricos en la vía publica para ganarse el mango. El otro era flaco y pelado, salvo por la cresta de gallo y las plumas verdes que se había implantado en la nuca: un signo tribal.
—¡Vamos, don! —me insistió el rubio—. Si se anota lo dejamos jugar.
¿Jugar?
Antes de que me diera cuenta le había entregado las medias. Había algo en la voz del rubio. Hablaba con una cadencia subliminal, que rebotaba en su sonrisa compradora —un muestrario de complicidades infantiles y dientes manchados de nicotina— y surgía luego en la mirada salvaje de sus ojos claros. Era como el eco de una invitación: mi mejor amigo, treinta y seis años antes, me rescataba del tedio a la hora de la siesta.
No fui el único. En poco rato habían conseguido una docena de voluntarios, todos en patas como yo. Embolsaron los calcetines, unos dentro de los otros, hasta armar una pelota.
Algunos caminantes se desviaron para ver el espectáculo. El rubio, que sostenía la pelota como un trofeo, apoyó el talón derecho por delante del pie izquierdo y gritó: ¡Pan! El otro se le puso enfrente, a unos metros nomás, y lo imitó gritando ¡Queso!
Se acercaron progresivamente y, al final, el flaco de las plumas verdes terminó pisando el pie del rubio.
—Elijo al delivery-mutante —dijo.
—Pero si toca la pelota con las alas le cobramos mano, ¿eh? —protestó el rubio—. Elijo al cazador.
Di un paso al frente.
—La mujer-gato —dijo el plumas verdes.
—El del brazo robot.
—El kiosquero.
—El murciélago cantarín.
—¡Pero ese tipo está ciego! —protestó el plumas verdes.
El rubio sonrió pícaramente. Avanzó hacia el murciélago y le lanzó la pelota. Las orejas del murciélago se orientaron hacia el rubio. Atajó la pelota con una asombrosa economía de movimientos. En toda la maniobra no dejó de chillar, o cantar… o rezar, quién sabe.
—Quiero que sea mi arquero —dijo el rubio.
—Bueno, pero no se vale aturdir al contrincante con ese chillido —advirtió el plumas verdes.
El murciélago dejó la pelota en el piso.
—Está bien —dijo—. Pero mi novio también aportó sus calcetines. Él canta en baja frec…
—No, señor —interrumpió el plumas verdes—. El topito tenor juega para nosotros. Yo también necesito un arquero.
—Vale —intervino el rubio—. Elijo la Barby.
—El clon trucho de Maradona.
Le tocaba una vez más al rubio, pero algo pasaba. Los curiosos del fondo comenzaron a inquietarse. Pude ver el transporte celular de la guardia metropolitana y seis o siete uniformados avanzando entre la multitud. Iban armados con bastones sónicos y escudos de fibra de aluminio.
—¡Despejen! —decía con aire despectivo el que iba al frente—. Despejen la zona.
Los dos muchachos se volvieron hacia el uniformado. Bajaron la mirada, aflojaron los hombros. El murciélago comenzó a desmadejar al tanteo la pelota.
—Elijo al comandante —grité.
Todos me miraron. Después encararon al uniformado.
—¿Me están invitando a jugar? —preguntó el comandante con incredulidad.
—Claro —respondí—. Media horita, nomás. Para aflojar las tabas y hacer unos goles.
El uniformado se volvió hacia su lugarteniente.
—¡Vamos, jefe! ¡Anímese! —dijo el otro—. Yo levanto las apuestas.
—Está bien, está bien. Que no se diga que los agentes del orden arrugamos al primer desafío.
El rubio tomó la pelota y se la presentó al comandante. Pude adivinar la sonrisa, esa mirada enérgica y cristalina. Todos oyeron su invitación.
—Pero antes, jefe, préstenos las medias.
El comandante frunció el ceño. Tanteó el bastón y comenzó a sacarlo.
Lo dejó en el piso. Se desabrochó el chaleco, entregó la cartuchera y el arma a uno de los guardias. Empezó a sacarse las botas.
—Después de todo —admitió con una sonrisa—, tengo que jugar descalzo.


Alejandro Alonso, 2004.
Una versión temprana de estos cuentos apareció en El Planeta Urbano n°75 (mayo, 2004).

6 de agosto de 2009

Oficio: Fabricante de universos

No existen muchos autores capaces de crear universos ficcionales tan maravillosos y extraños como Ted Chiang. Su último cuento, “Exhalation” es una muestra de ello. Es uno de los relatos nominados a los Premios Hugo 2009, y está ampliamente disponible para ser leído (en inglés).

En este cuento, como antes lo hiciera en “Setenta y dos letras” o en “La torre de Babilonia”, Chiang se da el gusto de construir, ladrillo a ladrillo, un universo ficcional completo. Esto significa desarrollar sus reglas a fuerza de pura especulación (plantar coordenadas, deducir, extrapolar); y también avanzar sobre las motivaciones de los personajes, su biología, su filosofía, su sociedad, imaginar los conflictos y las crisis. Incluso plantear una forma de narrar (ya que el relato es en primera persona) que resulte propia del personaje, pero comprensible para el lector. Crear un universo es también dilucidar metáforas nuevas y enriquecedoras, que aplican a ese universo. Y todo eso está en “Exhalation”.

En un reportaje que le realizara la revista Locus (“Ted Chiang - Science, Lenguaje, and Magic”, en la edición de Agosto de 2002), a propósito de la publicación la antología Stories of Your Life and Others (La historia de tu vida, publicada en español por Bibliópolis), donde incluía todos los cuentos escritos hasta ese momento, Chiang reflexionaba sobre “Setenta y dos letras” y “La torre de Babilonia”. Buena parte de esta reflexión también aplica a “Exhalation”:

Todos hablan de la habilidad de la ciencia-ficción de evocar la sensación de maravilla. Definitivamente ésa es mi meta, porque recuero la sensación de maravilla que experimentaba cuando de joven leía ciencia-ficción. Quisiera evocar eso en otras personas. “La torre de Babilonia” y “Setenta y dos letras”, ambos, parecen tener lugar en un universo de fantasía, si bien en última instancia se refieren a principios científicos de nuestro mundo. No comencé específicamente para lograr ese efecto, pero sospecho que, a los lectores que les gustan cuentos como éstos, les gustan porque los personajes logran comprender algo hacia el final del cuento. Básicamente descubren avanzadamente pos sí mismos conceptos científicos con los que estamos todos familiarizados en nuestro mundo, pero que en este universo de fantasía son nuevos. Eso crea parte del sentimiento o sensación a maravilla asociada con la emoción del descubrimiento: una que es difícil de lograr en un cuento ubicado en nuestro universo, donde esa ciencia es muy familiar. John Crowley dijo que una de las cosas sobre las que trataba los libros Aegypt es acerca de que son tiempos donde el mundo cambia. La perspicacia ganada por los personajes en “La torre de Babilonia” y “Setenta y dos letras” son, del mismo modo, conocimientos que cambiarán la visión del mundo de la gente en esos mundos. Ellos hacen avances conceptuales que son nuevos para ese universo, pero debido a que esos descubrimientos son más familiares en nuestro universo, eso hace que se parezcan más a los nuestros, aunque sólo fuera en un sentido metafórico.

En este orden, Chiang elige en “Exhalation” situar a su personaje (y narrador) en un momento en que su mundo está cambiando. Un momento de crisis terminal (un esquema que se repite en “Setenta y dos letras”). Y, sin lugar a dudas, se trata de un mundo extraño. Explicarlo sería hacer spoiler del relato. Por eso (y teniendo en cuenta que no todos habrán leído el cuento) podemos empezar con los primeros párrafos (disculpas por la traducción), donde ya se empiezan a percibir las coordenadas fundamentales de la historia.

Se ha dicho desde hace mucho que el aire (que otros llaman argón) es la fuente de la vida. Éste no es, de hecho, el caso, y he grabado estas palabras para describir cómo llegué a entender la verdadera fuente de la vida y, como corolario, los medios por los cuales la vida un día terminará.

Para la mayor parte de la historia, la proposición de que sacamos la vida del aire era tan obvia que no necesitaba que la validen. Cada día consumimos dos pulmones de aire; cada día sacamos los vacíos de nuestro pecho y los reemplazamos con los llenos. Si una persona es descuidada y deja que su nivel de aire baje mucho, siente la pesadez de sus miembros y la creciente necesidad de reabastecerse. Es extremadamente raro que una persona no pueda obtener al menos un pulmón de repuesto antes de que los dos instalados se vacíen; en aquellas desafortunadas ocasiones donde esto sucede —cuando una persona está atrapada y no puede moverse, con nadie cerca para asistirla— muere segundos después de que el aire se acabó.

Estructuralmente, el relato puede dividirse en cuatro partes bien identificables, si bien existen solapamientos: no todo está dispuesto de manera lineal. Sólo ahondaremos (evitando el spoiler) en la primera parte. Del resto sólo haremos una referencia más somera.

En el primer párrafo se menciona que existe la creencia de que el aire es la fuente de la vida. Esto sería también cierto para el lector (que es un ser humano que respira), pero Chiang nos advierte que la fuente de la vida es otra. Otra de las coordenadas, esta vez del segundo párrafo, resulta más intrigante: las “personas” reemplazan sus pulmones vacíos por otros llenos. Evidentemente no respiran como nosotros (no incorporan aire del exterior y luego lo devuelven enrarecido a la atmósfera). Y tampoco son de carne y hueso. En el mismo párrafo dice que cuando los pulmones se vacían, esa persona siente los miembros pesados. No habla de pérdida de conocimiento. El efecto es “mecánico”. El narrador también se expresa con palabras específicas (y esto se aprecia mejor en la versión original) para describir las acciones y los objetos: habla de grabar o tallar (engrave) sus palabras, y de repuesto o piezas de recambio (replacement) al referirse a los pulmones. Y las pistas/coordenadas siguen. Sólo después de algunas páginas de lectura se tendrá un panorama completo de cómo es el personaje.

A partir de allí (figuradamente, pues, como dijimos, hay solapamientos) comienza la segunda parte de la historia: la presentación del mundo en que vive ese personaje. ¿Cómo es físicamente el mundo? ¿Qué leyes de la física son relevantes? ¿Cómo es esa sociedad? ¿Cuáles son sus actividades recreativas y sus ritos?

La tercera parte nos muestra de qué es capaz el personaje. Y aquí empieza el proceso que Chiang describía en la entrevista de Locus: el proceso de la obtención de un conocimiento que cambiará a perspectiva que ese personaje tiene del mundo. Y ese cambio de perspectiva nos lleva a la cuarta y última parte: el corolario del que se habla en el primer párrafo, y de yapa abre camino a las dimensiones filosóficas y metafísicas de ese personaje extraño y diferente, en un mundo extraño y diferente, pero al mismo tiempo (metafóricamente) muy parecido al nuestro.

Como hiciera en “Setenta y dos letras”, “La torre de Babionia” o “El infierno es la ausencia de Dios”, Chiang toma una idea o la combinación de dos y comienza a profundizarlas, a analizar las consecuencias y las implicancias desde una gran cantidad de puntos de vista. Y luego se monta sobre el resultado para ir aún más lejos. Otros escritores, empelarían una novela para contar estas historias. Pero Chiang no, prefiere estructuras más simples. “Me gusta el formato corto [el cuento] por varias razones. Puedes mantener casi toda la historia en tu cabeza a la vez”, aseguraba en una entrevista concedida al podcast británico sobre CF StarshipSofa de Tony Smith (se puede descargar de aquí). En esa entrevista decía que la novela (el formato) lo intimidaba: una novela exige mucho más estructura y planeación. “Es una especie de milagro que novelas realmente exitosas hayan sido escritas. (…) Supongo que soy un hombre de ideas. Estoy más interesado en las ideas que ofrece la ciencia-ficción. Creo que las ficciones cortas son la mejor forma de explorar una idea única. (…) Las novelas son mejores para contar historias de un personaje a lo largo del tiempo”.