25 de septiembre de 2009

El revés de la trama 2: La ruta del héroe

Después de escribir “Demasiado tiempo” y entender que era un cuento desaprovechado, pasaron varios años antes de que me animara a retomar las estelas temporales para incluirlas en un relato más extenso y profundo. Me di cuenta de que, para aprovechar cabalmente la idea, no servía contar la historia de un individuo. Tenía que cambiar la escala: abarcar un pueblo completo, donde todos sus habitantes fueran híbridos temporales.

Ese descubrimiento me acobardó. Esa clase de historia, que exigía una narración de largo aliento, estaba fuera de mis posibilidades: demasiados detalles de escenario para imaginarme, demasiados personajes, demasiadas variables en la trama, y además nunca había escrito una novela… Bueno, sí, había escrito una, pero como experiencia narrativa había sido un poco magra. Ya intuía que para escribir una novela (aunque fuera una novela corta) no alcanzaba con sentarse e ir imaginando las cosas sobre la marcha. Esa forma de escribir termina en una narración caprichosa, ardua de leer, donde los personajes se muestran erráticos y, lo peor de todo, aburrida (a fuerza de peripecia inconducente, personajes antipáticos y falta de ritmo).

Para los relatos de largo aliento se necesita una estrategia, un tono o al menos una idea de lo que se quiere narrar que pueda servir como esqueleto. Por otra parte, yo sabía que uno de mis puntos flojos era (¿es?) el manejo de los personajes. Sabiendo mis limitaciones, el horizonte empezó a achicarse, resolviendo por decantación la cuestión del narrador y del punto de vista. No sería una novela coral (con muchas voces). Tendría un único protagonista, que también sería el narrador (estaría contado en primera persona). Esto último vino también de arrastre de “Demasiado tiempo”. Era importante que el protagonista mostrara sus impresiones ante lo extraño.

Para facilitarme las cosas, además, decidí que la voz del personaje (al menos inicialmente) sería la mía. Le di incluso mi profesión: periodista. Ese protagonista (un tipo común con la formación intelectual necesaria como para abordar criteriosamente la cuestión de las estelas) entraría al pueblo e iría descubriendo de a poco lo que allí sucedía. Esa estrategia narrativa me permitiría incorporar de a poco las diferencias respecto del universo conocido, acumulativamente, creando situaciones para explotarlas de a una, o de manera conjunta, cuando fuera el caso. De esa forma, evité sentirme abrumado, y tampoco abrumaría al lector con el impacto directo de un universo totalmente extraño a su experiencia.

Con todo, esta clase de abordaje exigía que yo viera a través de los ojos del protagonista. De más está decir que pasé muchas horas (días, meses) “viviendo” en Trascendencia. Pero además, ese abordaje en particular me permitía jugar con una clase de estructura narrativa que fue transitada muchas, muchas veces. Su eficacia está bien probada.

La primera vez que escuché sobre El héroe de las mil caras (psicoanálisis del mito) de Joseph Campbell, y sobre “la aventura del héroe” (o “el camino del héroe”) fue en una clase del guionista y escritor argentino Jorge Garayoa. Campbell descubrió que este patrón narrativo se repetía en numerosos mitos de diversas culturas. Con el tiempo, aprendí que también fue usado en muchos textos (desde guiones cinematográficos hasta novelas). Películas como Toy Story, En busca del destino o La guerra de las Galaxias, y en novelas como El Señor de los Anillos o El juego de Ender emplearon este esquema (hasta en los Evangelios, si vamos al caso). Todas estas historias tiene factores en común: el rito de pasaje, el viaje iniciático (a veces físico y espiritual, a veces meramente psicológico), la superación de pruebas, el regreso con el don (o el regreso del héroe transformado).

Campbell distingue diecisiete fases típicas en esta clase de narraciones. Sin embargo, no todas son relevantes para todas las historias. Algunas pueden aparecer sublimadas, fusionadas, o no aparecer en absoluto. Resumo entonces:

  1. El héroe está en el mundo que les es familiar y recibe un llamado. Este llamado puede llegar en forma de descubrimiento (hay algo más que este mundo que conozco, “el pueblo” me queda chico), de afrenta, de desafío, o de problema a resolver, pero siempre implica abandonar el mundo que conoce.
  2. En un principio, el héroe se muestra reticente, rechaza ese desafío. Él está bien así, ¿para qué cambiar?
  3. Alguien, o algo, lo empuja o lo convence para que acepte el llamado. En algunos casos, ese “mentor” lo prepara para el desafío. Ese mentor personifica la fuerza del destino.
  4. Cruce del primer umbral. El héroe entra a ese mundo extraño y amenazante. Campbell dice: “Con las personificaciones de su destino para guiarlo y ayudarlo, el héroe avanza en su aventura hasta que llega al ´guardián del umbral´ a la entrada de la zona de la fuerza magnificada. (…) Detrás de ellos está la oscuridad, lo desconocido y el peligro…”
  5. En ese nuevo mundo, el héroe encontrará aliados, deberá superar pruebas físicas, psicológicas, emocionales) y enfrentar nuevos enemigos. También deberá aprender las reglas del nuevo mundo si quiere tener éxito en todas esas cuestiones.
  6. La apoteosis. Es el desafío supremo. De alguna forma, al superar esta prueba, el héroe alcanza un estado superior al del resto de sus congéneres. Es un momento de muerte y resurrección simbólicas (o reales) del héroe.
  7. De esta prueba máxima, el héroe o bien obtiene el favor de los dioses, o bien logra quitarles algo, o bien sale trasformado. Y dotado de este poder podrá regresar con los suyos.
  8. Si no obtuvo ese trofeo por las buenas, será perseguido y deberá ponerse a salvo. Si no puede huir, al menos deberá conciliar con esas fuerzas amenazantes.
  9. El regreso (real o simbólico) del héroe, ya transformado, a su pueblo. Aquí se da la resolución del llamado (el héroe regresa con un nuevo poder necesario, o con la cura, o la magia, o el trofeo, o ha vengado la afrenta).

Desde luego, si bien “La ruta a Trascendencia” empieza siguiendo esta estructura (y después, releyendo a Campbell, me sorprendió descubrir cuánto, sobre todo en la primera parte), no se ajusta plenamente a ella, o al menos no literalmente. Existen dos motivos: el primero es que los personajes suelen elegir sus propios destinos; el segundo es que, en el proceso de corrección de la novela, encontré una metáfora unificadora muy poderosa (algo que estaba ahí y yo no había visto), y fue esa metáfora la que dirigió (incluso sin que yo lo advirtiera) el desenlace.

Dejo al lector el juego de trazar paralelos entre “La ruta…” y el camino del héroe de Campbell, hasta donde sea posible hacerlo, claro.

La seguimos luego.

22 de septiembre de 2009

Interludio 2: Metáforas, como piedras angulares del universo

Resultó sumamente enriquecedora la entrevista que el periodista Claudio Martyniuk le realizó al profesor de la Universidad Española a Distancia, el filósofo y matemático Emmanuel Lizcano (“Nuestra matemática tiene que ver con cómo entendemos el mundo”, Clarín, 20 de Septiembre de 2009, sección Zona, p. 36 y 37). Desgraciadamente, hasta donde pude verificar, no está disponible en línea.

Después de leerlo una vez, me di cuenta de que lo que Lizcano decía era relevante para la creación de universos, en el sentido de intentar pensar como el otro (el alienígena). De crear metáforas nuevas para interpretar el universo (las metáforas que usaría una cultura no humana, o la que usarían humanos de realidades distintas a la nuestra), y de concebir y desarrollar el universo teniendo en cuenta (o partiendo desde) estas diferencias con nuestras propias metáforas fundacionales. Hace algunos posts veíamos esto maravillosamente graficado en un cuento de Ted Chiang.

Cito algunas partes de la entrevista:

—¿Por qué le interesa comparar la matemática occidental con la china?
—Porque hay diferencias enormes. Una, básica, es que la nuestra está fundada sobre la metáfora de la extracción. Y por eso la matemática europea hasta el siglo XVIII se atrancó al no resolver el problema que constituyen los números negativos, porque a base de extraer o sacar de donde hay, como mucho se puede llegar a vaciar aquello que había, y resultaba inconcebible seguir extrayendo para llegar a generar lo negativo. El matemático griego y el moderno pensaron en cómo si se tienen 4 piedritas se quitan 3, pero el problema es cómo si tengo 3 piedritas puedo quitar 4, algo que no hay manera de resolver desde la metáfora de quitar o sustraer.

—¿Cómo lo resolvieron los chinos?
—Los chinos enfrentaron el problema desde una metáfora muy distinta, que es la de oposición. En vez de trabajar con piedritas lo hacen con palillos, que son los mismos palillos con los que comen y se arreglan el pelo. Tienen palillos rojos y negros; van emparejando palillos de un color y de otro, y proceden a la destrucción mutua. Un rojo con un negro se emparejan y se destruyen mutuamente. Entonces, si la operación es 3 menos 4, lo que hacen es tomar 3 rojos y 4 negros, los enfrentan, se destruyen mutuamente y lo que queda es un negro: menos uno. De la manera más “natural”, el menos uno se obtiene con la misma simplicidad que el más uno, porque la metáfora de fondo no ha sido la extractiva, sino la de emparejamiento de opuestos que interactúan.


Lizcano sostiene que esta concepción de las matemáticas parte de la mitología (o la concepción del universo) que tiene los chinos: “(…) si todo el universo tiene su lado ying y su lado yang, ¿por qué iban a dejar de tenerlo las matemáticas? Entonces, desde la mitología, el número es intrínsecamente ya positivo y negativo”.

Otro ejemplo que cita Lezcano es la manera en que se cuenta, y lo grafica con algunos choques culturales:

En el nordeste brasileño, cuando llegaron los franceses con su espíritu ilustrado, se originó la Revolución de los Quiebrakilos: la población se levantó contra el kilo. Claro, el kilo es una unidad arrasadora, da lo mismo de qué trate el kilo, todo lo unifica. En España, por ejemplo, que para mí en ese sentido sigue siendo deliciosamente tercermundista, hay unidades de medida y superficie como el carro. Uno puede tener un terreno de 10, 20 o 5 carros. Yo me sorprendí cuando vi un terreno de 20 carros en un sitio era más pequeño que el de 5 carros en otro lugar. El carro es la cantidad de hierba que hay que cortar en un terreno para llenar un carro. Entonces depende de la cualidad del terreno: si el terreno está en el valle, la hierba crece más, con lo cual el carro se llena antes; en la ladera de la montaña apenas crece la hierba y hace falta mucha extensión de superficie para llenar el carro. Entonces, son unidades de medida donde la calidad determina la cantidad. Calidad y cantidad son discernibles. El sistema métrico decimal no lo discierne, lo unifica. Tres metros cuadrados son tres metros cuadrados, al margen de la calidad del terreno.

Las metáforas, según Lizcano, determinan la forma en que vivimos el tiempo y habitamos el espacio.

Escuchemos cómo habla la gente y cómo el tiempo se manifiesta en el lenguaje corriente. Encontramos distintas familias de metáforas. Unas que hablan de “eso que has hecho es una pérdida de tiempo”, o “la de tiempo que he invertido en esta relación”. Hablamos del tiempo como si fuera dinero: lo ganamos, lo perdemos, lo ahorramos, lo invertimos. Vivimos el tiempo como un recurso escaso. Y esto también da una dimensión importante de las metáforas, que es la emotiva, ya que nos genera la misma angustia perder tiempo que perder dinero…

Este trabajo antropológico de Lizcano sobre las metáforas y las matemáticas, que se ha cristalizado en libros como Imaginario colectivo y creación matemática (de 1993), Metáforas que nos piensan - Sobre ciencia, democracia y otras poderosas ficciones (Biblos, 2009, y también disponible en su edición de 2006 bajo licencia Creative Commons), nos dan una perspectiva original y enriquecedora que sería bueno incorporar a la hora de crear universos.

16 de septiembre de 2009

Interludio: El lenguaje poético

En “Sobre ladrillos y coordenadas” jugábamos con la idea de usar las palabras como coordenadas de un mapa que e lector recorrerá a medida que avanza en su lectura. Siempre pensé que la elección de las palabras en un relato, incluso la elección de un tono o de una poética, estaba relacionada con la estrategia de situar al lector en un determinado espacio (un tiempo, un lugar, un determinado nivel de conocimiento, un estado particular del alma a la hora de generar empatía con situaciones y personajes).

El encuentro “La voz propia”, organizado este año en el MALBA por Elsa Drucaroff, me dio la oportunidad el pasado 9 de Septiembre de contrastar esta forma de entender el lenguaje y las palabras con la visión de la escritora, poeta y ensayista María Negroni (foto), quien ganó recientemente el Premio Universidad de Sinaloa – México / editorial Siglo XXI, por su ensayo Galería fantástica. Negroni está dando por estos días en el MALBA un seminario sobre literatura fantástica, donde profundiza dicho ensayo.

Consultada sobre la idea del lenguaje y las palabras como herramientas para situar al lector allí donde el escritor lo desea, ella ensayó un abordaje diferente:

Creo que al escribir, más que una estrategia de situar al lector en algún lado, hay una estrategia de perderse uno mismo. La estrategia de correrse de lo que uno sabe, y de bancarse eso. No sé si es perderse: desubicarse o desorientarse. A mí me gusta la idea (sacada del fútbol) de desmarcarse.

El instrumento que usamos es el lenguaje, pero ese instrumento viene armado. Llega con todo el peso de la costumbre y de lo convencional. Es fundamental para alguien que escribe empezar a correrse del eso, a desarticularlo, a desarmarlo. Más que pensar en cómo se va a deslumbrar o asombrar al lector, el trabajo es hacia adentro.

Negroni no concibe la escritura sin ese corrimiento. “En todo escritor verdadero, en mi opinión, hay una conciencia del lenguaje. Hay una conciencia de que su instrumento es el lenguaje. No está contando una historia sin esa conciencia”. Y esto está íntimamente relacionado con la poesía, a la que define como “una especie de reaseguro contra el pensamiento autoritario. La poesía es el género de la literatura que tiene más conciencia de la indecibilidad de lo real”. A través de ese corrimiento y de esa articulación, la poesía (y el lenguaje poético) pueden “tocar eso que no se puede tocar”, entiende Negroni.

Leyendo su ensayo Museo negro, dónde Negroni traza lúcidas (y poéticas) reflexiones sobre la novela gótica, los castillos y los monstruos tradicionales, vinculándolos de manera original con la poesía, las ficciones clásicas y modernas, y hasta el cine de ciencia-ficción, esta búsqueda expresiva de la escritora es aún más evidente.

Y entonces me encontré ante la desafío de entender en qué contextos (o bajo qué paradigmas) mis afirmaciones y las de Negroni debían ser entendidas. Fue ahí que empecé a desvariar. Lo que sigue es el fruto de ese sinsentido.

Mi manía de poner todo en cajitas y clasificar (al menos desde el punto de vista de las ideas, mi hogar es testigo de que no llevé esa obsesión al mundo físico), me llevó a intentar una explicación un poco más arriesgada. Accidentalmente tropecé con el artículo “Partículas, campos… y Picasso”, de Aberto Clemente de la Torre (revista Ciencia Hoy, Agosto-Septiembre de 2009). Y terminé acudiendo a la Física para complicar un poco más las cosas.

Entendí que la cuestión era contraponer mi versión clásica, o newtoniana, del lenguaje, que tiene relaciones largamente establecidas entre las palabras y los significados (que si bien no son biunívocas, al menos son bastante abordables y discretas), contra un lenguaje de índole cuántico, donde las palabras (al igual que los electrones y los fotones en Física Cuántica, que se comportan como ondas o partículas indistintamente) tienen múltiples sentidos, e incluso dentro de una misma frase pueden expresar más de una naturaleza.

En el artículo mencionado dice acerca de la “partícula cuántica”, en contraposición con la “partícula clásica”:

La descripción que la mecánica cuántica hace de lo que clásicamente llamaríamos "una partícula", por ejemplo un electrón, debe contener las características duales de mostrar aspectos típicos de las ondas y también aspectos típicos de las partículas. La teoría describe la partícula brindando una función de distribución de los posibles valores de posición que podemos observar para la partícula.

En otras palabras, la partícula es aquí una entidad difusa, que sólo puede describirse a través de una función probabilística. Esa función determina un máximo, que indica la posición más probable de la partícula, pero también una dispersión o indeterminación. Algo similar se puede decir de la velocidad o cantidad de movimiento de la partícula. Según el principio de incertidumbre de Heisenberg, querer acotar esa indeterminación para ambas variables (posición y velocidad) es imposible.

Negroni considera que la realidad es indecible (imposible de describir con palabras). Que a través del un uso contraconvencional del lenguaje, que es otra forma de hablar de lo poético, se puede “tocar eso que no se puede tocar”. La palabra se convierte así en una entidad difusa, cuyo sentido sólo puede ser abordado a través de una especie de función de distribución que le asigna múltiples estados dentro de un campo de significado. Es en esa indeterminación, supongo, que la palabra puede ganar eficacia en su cometido de hablar de lo real.

Esto no significa que yo vaya a renunciar a mi lenguaje newtoniano, es completamente funcional a mis propósitos. Pero ciertamente estas cosas le dan contexto a un mar de posibilidades, en el cual yo apenas había mojado los pies.

10 de septiembre de 2009

El revés de la trama I: Demasiado tiempo

Éste es el primer post relacionado con el origen de “La ruta a Trascendencia” (LRAT), pero la historia empieza bastante antes de siquiera imaginar la novela corta. Casi una década antes. Y comenzó con esta especulación ociosa:

Desde el punto de vista de la línea de tiempo, los seres humanos somos un punto que se desplaza desde el pasado hacia el futuro. En la línea de tiempo no tenemos extensión, somos instantáneos. Pero eso no nos pasa en las dimensiones espaciales: tenemos extensión a lo largo, a lo ancho y a lo alto. La pregunta se cae de madura: ¿Qué pasaría si tuviéramos extensión también en la dimensión Tiempo?

Esa pregunta fue la que inspiró el cuento “Demasiado tiempo”, publicado en Axxón nº33 (1992). El ejercicio que hice entonces fue suponer la existencia de un hombre que tiene una extensión en la línea de tiempo. Digamos cinco días. Ya no es un punto, sino un segmento que avanza en la línea de tiempo. Ese señor tiene una conciencia repartida en los infinitos instantes que hay entre, digamos, el martes y el sábado próximo siguiente. Y todas esas conciencias avanzan al unísono (al día siguiente, esa persona tendrá conciencia de lo que pasa entre el miércoles y el domingo). Su cuerpo vive en toda la extensión del segmento temporal de cinco días. Y por “vive”, quiero decir que percibe (oye, ve, huele, siente, gusta) y hasta eventualmente podría interactuar con objetos y cosas del pasado y del futuro. En él no hay unidad de tiempo, pero tampoco de espacio (para que hubiera unidad de espacio debería quedarse quietito en el mismo sitio a lo largo de cinco días).

Puede ser un personaje muy interesante para retratar pero, desde el punto de vista literario, me parecía inabordable. No encontraba la forma de contarlo. La razón, creo, es bastante simple: la literatura desarrolla el discurso en forma secuencial. Podemos alterar el orden en que contamos las cosas, pero siempre va una detrás de la otra. Aunque contemos hechos simultáneos, necesitamos hacerlo en secuencia, y luego debemos hacer la salvedad de que suceden al mismo tiempo. La radio puede superponer voces, los cuentos y las novelas no.

Así que, en aras de la legibilidad, necesitaba una solución de compromiso. No podía tomar los infinitos puntos del segmento, tenía que transformar ese continuo de existencia a lo largo de la línea temporal en algo discreto. Ahí nacieron las estelas. La existencia de mi personaje entonces seguiría siendo puntual, pero en varias partes de la recta temporal.

En este orden, resultaba práctico que mi personaje estuviera anclado al presente (como el resto de la humanidad), pero que también tuviera “existencias” (o estelas) en varios puntos del pasado y del futuro. La estela del presente (el eje) sería la que podría interactuar con el narrador del cuento en el tiempo subjetivo en que el cuento se iba desarrollando.

Aquí vale la pena contar algo que me pasó muchos años después, leyendo la antología Cuentos fantásticos argentinos, de Nicolás Cócaro (se editó en 1960, pero el año pasado el sello Booklet de Editorial Planeta lo reeditó). Yo creía que había sido original con las estelas, pero no. Manuel Peyrou, en su cuento “Pudo haberme ocurrido” ya las había usado. En su relato (anterior a 1960), Peyrou usa las estelas de una manera diferente, pero el principio de funcionamiento es muy similar. Otro detalle igualmente anecdótico: por esas casualidades, el personaje que vive extensamente en el tiempo dentro de mi cuento se llama Manuel, como Peyrou.

Hay dos maneras de escribir relatos como éste, cuyo universo (distinto de la realidad cotidiana) se construye sobre un elemento disruptivo, de orden científico o tecnológico. La primera es la proyección: tomamos una tecnología o un eventual descubrimiento científico y especulamos sobre sus consecuencias. La segunda (y muchos discutirán si es o no es ciencia-ficción) es construir el universo, plantar las diferencias con nuestra realidad cotidiana, y figurarse luego cómo pudimos llegar hasta ahí. O al menos dar unos indicios. Yo elegí este segundo camino. Vale decir: la razón de las estelas no tiene nada que ver con la Física, es una decisión inherente a la narración. Y para justificarlas apelé a leyes físicas extrañas, máquinas que trabajaban con alta energía y altas frecuencias, y al pacto de suspensión de la incredulidad que un texto de CF siempre establece con sus lectores.

En su explicación, Manuel dice:

“La disgresión temporal debió hacerse a una energía muy elevada y continua. Lo primero es imposible, no dispongo de tanta energía pura. Lo segundo tampoco es posible en la práctica, deben usarse pulsos de muy alta tensión a frecuencia muy alta. La falta de energía continua originó la aparición de estelas temporales. La máxima energía que pude lograr, lejos de ser infinita, sólo me permitió una trascensión de cinco días...”

Con este discurso pseudocientífico intenté que el lector evitara hacerse preguntas sobre cómo se había llegado al nuevo estado de las cosas, validando (espero) los cambios respecto de la realidad cotidiana. También imaginé un montón de cosas para darle coherencia interna a la configuración de las estelas, aunque no lo haya escrito. Por ejemplo, el hecho de que las primeras estelas fueran “más intensas” que las siguientes, del mismo modo que, en acústica, la frecuencia fundamental es más intensa que sus armónicas, y las últimas armónicas son prácticamente inaudibles (efecto de amortiguación). Esto se ve mejor en LRAT, donde, por ser un relato más extenso, tuve que hilar mucho más fino en las justificaciones.

Con todo, lo que debo rescatar es que, hasta aquí, sólo hubo diseño del universo donde se iba a relatar el encuentro entre esos dos amigos (Manuel y el narrador). Esa historia es la que le da sangre al cuento. Si no ahondo más aquí es porque ese material no fue utilizado en LRAT. Con todo, si llegué a escribir esa novela corta fue porque descubrí, luego de hablar con quienes leyeron el cuento una vez publicado en Axxón, que tanto la historia “humana” como el telón de fondo habían sido poco explotados. Yo había terminado abruptamente el cuento justo en el momento en que las cosas se ponían interesantes.

La seguimos luego.