17 de junio de 2010

Diálogos, en tiempo real

Gracias a la generosidad de Eugenio Zappietro, director del Museo de la Policía Federal, más conocido en el mundo de la historieta como Ray Collins, pude poner en práctica algunos de los preceptos que vengo impulsando desde este blog. El escenario fue el taller de policiales de los días viernes, que él coordina y en el que yo colaboro.

La idea era explicar algunos conceptos de diálogos, cuyo resumen está en este post. El motivo: a la mayoría de los escritores que recién empiezan les cuesta muchísimo escribir diálogos. Cuentan cómo son los personajes, pero no se animan a poner en escena a esos personajes. Los diálogos no son imprescindibles, pero son necesarios, porque “mostrar” es un método mucho más eficaz para involucrar al lector que simplemente “contar”. La eficiencia radica en que se elimina el intermediario. El narrador se corre, y se le permite al lector instalarse directamente delante de los personajes.

En mi opinión, hay dos cuestiones que dificultan la construcción de diálogos. La primera: que el escritor no ha internalizado debidamente a los personajes, por lo tanto no los “escucha”, ni es capaz de intuirlos en sus gestos y sus actitudes. La segunda cuestión es que no se trabajan las circunstancias en las cuales los personajes llegan a ese diálogo: los motivos que llevan al encuentro, las intenciones manifiestas y ocultas, las relaciones de poder, qué espera cada personaje de su interlocutor, qué información le quiere sacar o qué sentimiento busca provocar en el otro. Finalmente, para que el diálogo sea una auténtica puesta en escena, es necesario “ver” a los personajes, a través de párrafos e incisos intercalados donde los personajes se expresan a través del lenguaje corporal o se ve en funcionamiento el entorno que rodea a ese diálogo.

Esto se dice fácil, veinte minutos de bla-bla alcanzan. La cuestión es que el alumno del taller lo pueda ver en la práctica. Ése era el desafío. Y para ver, hay que escenificar. Mi experiencia como rol master vino en mi ayuda.

Construí una historia muy simple, un crimen en una fábrica. Escribí media docena de fichas de personajes que describían a los involucrados, puntualizaban lo que sabían, y sus motivaciones. Transcribo una de esas fichas para que se entienda la idea.

Clara Fulgencio. 45 años. Una mujer vital, que no se deja intimidar. Cree íntimamente que todos son sus sirvientes. Viuda de Enrique Fulgencio, recientemente asesinado. Engañaba a su marido con Carlos Ordóñez (55), socio de Enrique Fulgencio (también dueño de la fábrica). Es la beneficiaria en la herencia. Su principal objetivo es que no la inculpen, pero debe esconder a toda costa el romance con Carlos. En el momento del asesinato ambos estaban en un hotel amándose. La policía no la encontró enseguida. Básicamente, no tiene coartada.

La ficha del asesino era ésta:

Armando Benítez. 50 años. Contador. Es tímido, habla poco. Le teme hasta a su propia sombra. Pero cuando se ve acorralado, reacciona violentamente. Es jugador empedernido, y debe dinero a gente peligrosa. Acaba de matar a Enrique Fulgencio (68), dueño de la fábrica donde él trabaja, para evitar ser descubierto en un desfalco que él realizó con el objetivo de saldar esas deudas. El hecho sucedió a las 20.12 del martes. Aprovechó una distracción de Fulgencio y le partió la nuca con un adorno de mármol. Después salió del edificio, tiró el adorno y los papeles que probaban el desfalco en un basurero de un callejón lindero, esperó escondido a que el camión se lo llevara, regresó a la oficina y llamó a la policía a las 21.15. Su principal objetivo es que no lo descubran. Cree que en este objetivo puede contar con la ayuda de Margarita Goyeneche (20 años, secretaria del difunto), a quien ayudó alguna vez facilitándole unos legajos. Nunca supo para qué quería eso. El contador Benítez es una de las tres personas que conoce la combinación de la caja fuerte (los otros son el muerto y Carlos Ordóñez (55), socio del muerto). No le tiene mucho aprecio ni a la viuda (Clara, 45 años) ni a Carlos Ordóñez.

Elegí seis voluntarios, incluyendo un detective, de quien también hice una ficha. Una de las ventajas fue que el detective estuvo encarnado por un policía retirado, alguien con experiencia en resolver crímenes y entrevistar a los testigos, así que la faz del interrogatorio estuvo muy bien. La ficha del detective fue:

Paz Rodríguez. Detective. 60 años. Llega a la escena del crimen (una fábrica de autopartes, una PyME) a las 21.55 y se encuentra con un asesinato. Ernesto Fulgencio tiene la nuca rota. El contador Armando Benítez fue quien lo encontró así. Encontraron en el sótano a la secretaria del muerto, Margarita. Ella no puede explicar por qué estaba ahí. Tanto la mujer (Clara) como el socio del muerto (Carlos) no estaban en sus casas cuando avisaron del asesinato. La caja fuerte fue abierta: no hay señales de violencia ni en la caja fuerte ni en las puertas de entrada a la fábrica o la oficina.

Le di a cada voluntario una ficha para que la estudiara. El resto de la clase tenía como tarea observar a esos testigos, analizar sus gestos y sus dichos y, en última instancia, resolver el crimen. Yo asumí el papel del asistente del detective, que iba presentando testigos y avisando de las novedades (“jefe, los muchachos encontraron un legajo de Ordóñez sobre el escritorio de la secretaria”, “todavía no pudimos localizar a la viuda”, etc.)

Para mi sorpresa, el interrogatorio (bajo la forma de un careo al que se fueron agregando personajes progresivamente), levantó temperatura rápidamente, y comenzaron a aflorar los resentimientos entre los personajes, con diálogos y réplicas realmente lucidas. Estas cosas contribuyeron a cimentar el misterio. Porque todos los personajes tenían secretos, por lo tanto se mostraban sospechosos. Todos eran culpables de “algo” pero sólo uno era el asesino. Además se puso de manifiesto la red de relaciones pre-existente. Esto también es un desafío para los escritores jóvenes: en los relatos policiales, la mayoría de las veces, ni los asesinos ni sus víctimas son marcianos ni paracaidistas, hay un ecosistema antes del crimen, hay historias que se han silenciado. El policial clásico es siempre un viaje hacia el pasado, por lo tanto ese pasado debe estar bien construido.

Los improvisados actores estuvieron brillantes, y además se divirtieron. Quienes miraban la puesta en escena en calidad de espectadores pudieron tomar nota de actitudes y gestos, que contribuían no sólo a caracterizar a los personajes sino también a generar intriga: ¿Por qué el contador está a la defensiva? ¿Por qué la secretaria discute con la viuda y el socio? Y así sucesivamente. Los espectadores vieron a los personajes encarnados moverse y hablar.

Me dirán: “Pero si de eso se trata el teatro y el cine, ¿dónde está la novedad?” Probablemente la novedad sea sutil. En este caso no hay guión previo. Del mismo modo en que no hay guión en la cabeza del escritor cuando se propone construir el diálogo. Están, sí, los materiales constructivos de ese diálogo: los personajes vívidos (el punto de partida es casi siempre una ficha de personaje bien armada) y las circunstancias que llevan al diálogo. El combustible de los diálogos son las motivaciones, las relaciones de poder, las formas de expresarse de cada uno de los personajes, los miedos, los secretos, las relaciones de amor o de odio… Una vez dispuestos estos elementos, la máquina funciona sola.

Alejandro Alonso