23 de diciembre de 2009

Reflexiones sobre el tiempo y saludos nevideños

En estas fechas, uno se obsesiona con encasillar los días y definir ciclos. Esas marcas del tiempo generan emociones diversas, que van desde la ansiedad a un sentimiento de plenitud... cada quien sabe de qué lado cae la moneda.

Escribiendo La canción de Maguerra (era un momento especial de mi vida, aunque no vale la pena entrar en detalles), descubrí algunas cosas sobre el tiempo. Me ayudó el hecho de que, en la novela, apareciera un púlsar como elemento dominante. La canción de la que habla del título deriva de las señales de ese púlsar, y fueron tan fuertes en la ficción que catárticamente me ayudaron a superar en parte algunas crisis que tuve en la vida real.

Por eso, para estas Fiestas, quiero regalarles algunas frases que me resultaron especialmente reveladoras (pero no en el momento en que las escribí, sino meses después, al entenderlas cabalmente... así que no intenten atribuirme rasgos de sabiduría porque no los hay).

Y entonces volvía a cantar la letanía cronométrica:

Maguerra-uh.
Maguerra-uh.
Maguerra-uh.

(...)

Cuando no contaba, pensaba en los nombres. Su padre había vuelto. César Milstein, oficinista de un pueblo chico, pasaba algunas tardes con él, hablando del único tema posible: el tiempo.
—El tiempo transcurre, Lucio. Indefectiblemente. Y al transcurrir sobre tu rostro, sobre las manos de los tequis del pabellón dos, o los hombros de los peones del pabellón cinco, en el clima, en el ánimo de los porteros, deja una marca que nadie puede borrar. Es irreversible. Y eso le da sentido al motor de la historia y del universo.
—¿Adónde querés llegar?
—A veces, tratamos de bebernos todas las horas de una vez porque sentimos que no pertenecemos al espacio y al tiempo en que estamos. Queremos que el tiempo pase, para que sea él quien nos empuje a otro lugar, a otra circunstancia. Pero no nos damos cuenta de que el tiempo pasa sobre nosotros. Nos gasta, nos aplasta. —La voz de César Milstein fue cambiando de dirección: el hombre caminaba de una esquina a otra de la celda—. Primero te provoca ansiedad la oficina, porque no es tu lugar, nadie quiere que una oficina de mierda sea su lugar, o que las horas del trabajo sean su tiempo. Pero la ansiedad es adictiva: después sentís que tampoco pertenecés a tu propia casa, o que el tiempo que pasás con tus amigos es tiempo perdido. Nunca termina… —Milstein suspiró—. El tiempo no se deja manipular, ni puede cambiar mágicamente nuestra eterna insatisfacción de Gata Flora. Intentar controlar el tiempo es una soberana estupidez.
—Eso lo decís vos, que tenés reloj.
—¿Sabés cuál es la mejor forma de pasar el tiempo en la oficina?
—No.
—Trabajar en lo tuyo, compartir una charla con tus compañeros, imaginar qué harás cuando salgas, almorzar, ir al baño las veces que haga falta, atender los llamados telefónicos, solucionar problemas… Y nunca, nunca, nunca mirar el reloj. Si pensás en el tiempo, la oficina se vuelve una prisión.
—Pero ésta es una prisión.
—Razón de más para seguir mi consejo.
—¿Y el ritmo?
—El ritmo es otra cosa. El ritmo no deja marcas, no es irreversible. El ritmo es otra cosa…


(...)

La memoria y el tiempo seguían siendo temas de preocupación para Lucio, pero el ritmo de la canción de Maguerra actuaba como sedante. A veces, Lucio entraba en una especie de trance y veía cosas. Soñaba mientras estaba sentado en la oscuridad del agujero. Soñaba mientras se alimentaba, mientras defecaba. Oía esa canción mientras dormía y cuando estaba en vela.
Veía el faro con prístina claridad. No un edificio de ladrillos o piedra, sino una secuencia ondulatoria de luces y sombras. Profunda, palpitante, idéntica a sí misma.


(...)

Según los cálculos de Lucio, hacía más de diez minutos que el loco estaba perdido en aquella peculiar ceremonia. Quiso gritarle que era inútil insistir, que la cuenta del tiempo era como una prisión. Quiso decirle que los hitos del paso del tiempo se marcaban en la piel de su rostro, sobre las manos de los tequis del pabellón dos, en los hombros de los peones del pabellón cinco, en el clima, en el ánimo de los porteros, en la memoria, en los huesos descarnados. Había que ser un johnson para resistir con éxito la cuenta del ábaco corporal. Quiso advertirle que aquel intento de controlar el tiempo despertaría fantasmas, temores, ansiedades. Lo lastimaría.
El ritmo, en cambio, era otra cosa. Era un susurro profundo, palpitante, idéntico a sí mismo y por lo tanto no podía herirlo. Era la conciencia de cada momento, con prescindencia del pasado y del futuro. Porque, al igual que los huéspedes, el ritmo no tenía memoria ni esperanza. Por eso tenía que abandonar aquella pretensión absurda de controlar el tiempo: no podía. César Milstein, su padre, sabía de qué hablaba cuando trató de advertirle allá, en el agujero. Lucio quería contarle todo esto al loco, pero en cuanto decidió hacerlo el loco dejó de cantar...


Tal vez sea como dice el ínclito Don Isaac Stanislaw Casares:

En las profundidades del espacio, el Tiempo se encoge, se estira, se despereza, pero gusta de viajar en primera clase sobre las espaldas de los pobres seres humanos.

¡Felices Fiestas!

10 de diciembre de 2009

Interludio 6: Apuntes sobre la investigación

Estos son algunos apuntes en relación con el proceso de investigación, que presenté en el Tercer Encuentro sobre experiencias y escritura en la Cultura del Consumo, celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Más precisamente en una mesa redonda de la que participaron editores y escritores, coordinada por Laura Ponce y el profesor Armando Capalbo. La idea está presentada escuetamente pero, por lo que me manifestaron algunos asistentes, coincide con sus propias experiencias.


Néstor Darío Figueiras, Teresa Mira, Laura Ponce, Luis Pestarini,
Hernán Domínguez Nimo y Alejandro Alonso.

No todos los escritores trabajan de la misma manera, ni todos los escritores (incluyéndome) pueden decir a ciencia cierta de qué manera procesan la información, o cómo surgen las ideas para sus relatos cuentos. Hay factores azarosos en el proceso, intuiciones, asociaciones de las que uno se da cuenta sólo a posteriori. En mi caso pasa lo mismo con la cuestión de la investigación y la documentación.

En un intento por sistematizar ese proceso, encontré tres momentos en los cuales el escritor acude a documentación. Son tres etapas distintas.

En la primera de estas etapas no podemos hablar de investigación. Es frecuente que quien escribe ciencia-ficción o ficción histórica también disfrute de la lectura de artículos científicos, noticias, ensayos históricos y textos por el estilo. En el principio está la lectura. En ese punto uno ni siquiera sabe que va a escribir un cuento con ese material. Pero en algún punto uno empieza a ver que hay algo. Aparecen elementos, que son como las coordenadas de un mapa, o las estrellas de una constelación. En algún punto encontramos un patrón.

Hace varios años, una amiga me había fotocopiado una nota sobre cómo funcionan el cerebro y la memoria, de qué manera se organizaban las redes neuronales para almacenar los recuerdos, qué pasaba en caso de una parte de esas redes se dañara. Mientras lo leía, incluso antes de llegar a la mistad del artículo, me di cuenta de que iba a usar esa idea. Pero no de manera directa, no quería escribir un cuento sobre alguien con alguna afección en el cerebro. Me interesaban más bien las reglas de ese proceso. Me atraía la idea de cambiar las neuronas por personas, es decir: mostrar el mismo proceso pero en otra escala.

Tenía ciertas reglas para jugar, pero me faltaba bastante para plasmarlo en un relato. Estando de vacaciones, no sé por qué, me surgió otra idea. Un combate entre dioses o semidioses, pero que transcurría en un conventillo del principios del siglo XX, un duelo de esgrima criolla, con cuchillo o facón.

Junté ambas ideas. Tenía un escenario, había imaginado algunas escenas, pero todavía no tenía ni personajes, ni argumento. El Fausto vino en mi ayuda, o al menos la idea general del un pacto fáustico. Escribiría la historia de una mujer que le vende su alma a Mandinga para empezar una vida nueva (seguramente había una mácula ignominiosa en su pasado, quería deshacerse de ese pasado). La historia transcurriría justo cuando el enviado del diablo empezaba a buscarla para cobrarse. Pero esa mujer había hecho trampa. A medida que iba conociendo hombres dejaba en ellos parte de sus recuerdos, como si fuera una gigantesca red neural. Para encontrarla, el enviado de Mandinga tenía que batirse a duelo con esos hombres y matarlos, o dejarlos muy malheridos. De esa forma los recuerdos eran liberados y el emisario podía seguir el rastro de la mujer.

Esas ideas no surgieron todas de golpe. Fueron apareciendo de a poco. A partir de este punto siempre es más fácil imaginar que la historia ya está escrita, que nosotros tenemos que rastrearla, desenterrarla, esculpirla.

Lo cierto es que para escribir esta historia no necesitaba documentarme sobre redes neuronales, la lectura de ese artículo sólo me dio una estructura, una serie de reglas para que mis personajes jugaran. Para escribir esa historia tenía que releer libros como Un guapo del 900 de Samuel Eichelbaum, o El reñidero de Sergio De Cecco. O el Fausto, de Estanislao del Campo. Lo que buscaba en estos libros era el tono general del cuento, un lenguaje, un conjunto de personajes. También me documenté sobre la llamada esgrima criolla, con un libro de Mario López Osorio.

En este punto, la investigación es diferente. Acá ya no leo por curiosidad o entretenimiento, acá se trata de desenterrar la historia, de descubrir el David que hay dentro del mármol. Y yo leo con muy mala leche, a veces ni siquiera leo todo el libro: me urge encontrar esa historia. Y voy llegando a esa historia por pistas que están en muchos lugares, asociaciones ilícitas de ideas casi.

El cuento se llamó “De memorias ajenas”.

Me pasó también en otro cuento, “1807”, que es una crónica de las Invasiones Inglesas con un componente fantástico. Partí de un librito del teniente coronel inglés Lancelot Holland. Pero lo leí con la clara intención de intervenir en lo que contaba, del mismo modo que un artista “interviene” un espacio urbano. Yo quería meter cuchara, y leía con esa intención.

Y la historia va emergiendo. Vamos logrando el tono, vamos construyendo personajes y situaciones, y aquí llega el tercer momento en que investigamos o acudimos a la investigación. Porque tanto en la ciencia-ficción como en la fantasía histórica necesitamos desesperadamente que el lector no ponga reparos a nuestro relato, al menos no en aquellas partes que forman parte del escenario, las costumbres... En los relatos históricos, para que el lector acepte el elemento fantástico, tenemos que ser rigurosos en la parte histórica. En ciencia-ficción, para que el lector nos siga a través de nuestras especulaciones, tenemos que partir de bases sólidas.

Recientemente, escribí un cuento que trata de enfermedades y de nanotecnología. Ciencia-ficción dura. Una zona de Buenos Aires invadida por una plaga de insectos que portan nanomáquinas. Algunas de esas nanomáquinas diagnostican, otras transportan el tratamiento para cada tipo de cáncer. Había insectos artificiales y naturales. Todo controlado por una inteligencia artificial, capaz de aprender de sus errores. Una pesadilla ambientada en un Buenos Aires del futuro cercano.

Casi todo el esfuerzo de investigación de este cuento estuvo en lograr verosimilitud. Reuní artículos sobre marcadores basados en una ciencia relativamente nueva (la optogenética), investigaciones de nanomedicina, artículos donde se sugieren nuevas formas de diagnóstico sistémicos a través de modelos computacionales del cuerpo humano (donde analizando proteínas específicas se puede saber qué es lo que está mal), y hasta encontré un artículo que describe una radio construida con un solo nanotubo. Con todo esto, comprobé que la concepción del cuento no era para nada loca, que era verosímil, y que mi especulación era válida.

La idea aquí es pararse en el borde, crear, distorsionar un poco, adelantarse. En muchos casos se trata de un acto de ilusionismo. Sabemos que ese escenario que planteamos es imposible, pero lo presentamos de manera convincente, ya sea porque acudimos a un lenguaje científico convincente o porque lo relacionamos estrechamente con otros elementos de la realidad científica, técnica o histórica.

Con todo, y en última instancia, el valor de un cuento casi siempre pasa por el factor humano. En ciencia-ficción tenemos muchos cuentos que son mera especulación, jugar con las ideas, empujarlas, hacerlas explotar. Pero creo que la literatura que trasciende, la que toca al lector, tiene que ver con el ser humano, con lo que le pasa al ser humano.

Sobre las formas de documentarse, no puedo decirles mucho, porque hoy, más que nunca documentarse es relativamente fácil. Se pueden buscar datos en Internet, en revistas de divulgación que se compran en kioscos, en libros, en documentales... Traigo a colación otras dos formas de documentarme que uso con cierta frecuencia. La primera es hacer uso de las redes sociales (y digo esto en referencia, no a Twitter o Facebook, sino a nuestra comunidad: a la gente que conocemos). Tengo amigos que se interesan por la historia mucho más que yo, médicos que pueden pasarme información sobre ciertos procesos del cuerpo, ingenieros, biólogos, periodistas, otros escritores...

La segunda forma es usar las entrevistas. Hace poco, para escribir un relato policial basado en una ucronía, que se ambientaba a fines del la década del 50, entrevisté al director del Museo Policial y a un fotógrafo de la policía: ¿Cómo eran los cuadros de la policía en ese momento? ¿Quién encaraba la investigación? ¿Cómo se abordaba en ese entonces la escena del crimen?

No hay que se un genio para leer sobre estas cosas. Revistas de divulgación como Scientific American, Ciencia Hoy, Nature, Todo es Historia, o decenas de miles de páginas de la Web incluyen información sobre estos temas. Y es también la causa por la cual una revista de ciencia-ficción y fantasía, como es Axxón, incluye noticias sobre ciencia y tecnología. Porque, para que el factor humano llegue al lector, tenemos que hacer que todo lo demás sea creíble. La investigación, la documentación y la lectura forman parte del proceso de escribir relatos como éstos que mencionamos. Son una pata de la mesa solamente, pero sin esa pata lo que está sobre la mesa se cae.